MONÓLOGOS DE UN HOMBRE CUALQUIERA

Hace un tiempo, en un día absolutamente soleado, caminaba por el cementerio de la Recoleta, disfrutando de la arquitectura y de las interesantes historias detrás de los mausoleos, cuando me topé con aquél guía que me había llevado hasta la cúspide del Uritorco en la que tuvo lugar el intempestivo monólogo de X-man. (Ver A solas con X-man).

Parece ser que para lo único que estamos dispuestos a trabajar es para irnos de vacaciones, como decía un cartelito que alguna vez publiqué. Para todo lo demás, ni siquiera usamos la Master.

Simplemente nos quedamos esperando a que las cosas pasen, como si una mágica mano –con apodos como Dios, la Vida o el bendito Universo– fuera a laburar por nosotros y a darnos, cual devoto padre, aquello que queremos...

Hace unos cuantos años, época en la cual estaba de novio muy “enamorado” (paciencia, ya se va a entender la ironía de las comillas) dije, como respuesta a qué significaba para mí esa persona:
–Es la mujer con la que quiero morir...

Ya no recuerdo cómo y cuándo nos conocimos, pero tengo grabado en mi memoria el primer día en que te tuve, esa lluviosa tarde en la que –escondidos del mundo– te recorrí con mis dedos suavemente hasta que me animé a encender la llama por la que ambos clamábamos y te besé... te besé con toda mi alma...

Estuve pensando que, para proteger mejor a mis huevos, quizá debería cambiar de boxers a calzoncillos de hierro. Porque hay algo que me los inflama a cada rato un poco más. Y el algodón empieza a ceder...