14-04-2017
Y si el mundo se acaba, yo sólo me quiero morir a tu lado.
Vicentico, Morir a tu lado
Hace unos cuantos años, época en la cual estaba de novio muy “enamorado” (paciencia, ya se va a entender la ironía de las comillas) dije, como respuesta a qué significaba para mí esa persona:
–Es la mujer con la que quiero morir...
Para mí, que a todo sentimiento le busco las palabras para poder explicarlo, me parecía que era algo así como la máxima expresión de lo que podía sentirse por alguien.
Querer morir con ella era la transmutación del religioso “para toda la vida” en la versión que a mí más me calzaba. Por romántico empedernido, por mis aires de poeta, por mis ganas de poder poner en palabras los más profundos sentimientos.
Noemí, una tipa realmente piola, había sido mi suegra durante un año y medio un tiempo atrás. Con la madre de la que había sido mi primera novia y hasta hoy amiga, teníamos una relación de cariño mutuo basada en que ambos respetábamos la inteligencia del “contrincante”.
A ella fue a quien, un día en el que estaba tomando café con mi ya en ese entonces amiga y hablando de esta otra mujer, le respondí aquella “romántica” frase.
Noemí me miró con cara crítica, torció un poco la boca, y respondió:
–Deberías buscarte una con la que quieras vivir.
“Qué tipa jodida… siempre tiene estas cosas para decir”, pensé. Usé la sonrisa como elegante modo de salir de la “derrota” en el juego de palabras y seguimos charlando de cualquier cosa...
Años después ese “amor” me estaba costando la vida. Años después estaba yo muriendo con ella. Luchaba para que no fuera así, pero día a día perdía algún pedacito de mi ser. Cada mañana, el tipo que se levantaba era un poco menos yo. Al acostarse cada noche, ese tipo había dejado, en alguna de las recurrentes y estériles discusiones, una parte de su esencia.
No, no la cambiaron los años. Para nada. Incluso alguien que me quería bien, sanamente, alguien a quien no quise escuchar, me había dado pistas que me hubiesen permitido ver ciertas realidades que preferí descalificar, antes de enfrentar.
Me había “enamorado” de… qué? Tal vez de mis ganas, quizá de lo que yo inventé en el otro para que fuera quien me hubiera gustado que fuera… no lo sé. Quiero creer que su belleza física no inclinaba tanto la balanza como para que yo estuviera tan “enamorado” por tamaña estupidez.
Muy probablemente haya vestido a esa persona con las ropas de mi “ideal” de mujer. Muy posiblemente la haya maquillado lo suficiente como para que luciera como yo quería… en esos tiempos en los que el hastío de una vida que no quería más creo que condicionaron mis tiempos, mis sentimientos, mi percepción del otro. Hasta la percepción de mi propia persona, tal vez.
No lo sé. Realmente no lo sé. Y en algún momento de mi vida, dejó de interesarme saberlo.
Por qué?
Porque cuando uno paga un alto precio por algo, hay algo más que puede obtener al mismo costo. En mi caso, clases privadas que la vida me dio con un método tan eficiente que ya no volví a querer a nadie con quien morir.
Desde ese entonces, tiré las ropas de mi ideal. Y en lugar de maquillarlo, ocupé mis manos en “tocar” al otro, en sentirlo, en reconocerlo. En saber quién es, cómo es. Ese otro al que ahora, desnudo y a cara lavada, se lo podía ver “real”. Absolutamente real. Increíblemente real.
…
Hoy camino en mis tiempos, me conecto con mis sentimientos y con mi esencia. Y desde ahí, desde ese lugar tan yo, tan familiar, tan conocido… miro al otro. Ese otro tan diferente de mí, pero tan absolutamente real, tan increíblemente real. Tan maravillosamente real.
Hoy miro los ojos de ella, no el reflejo de los míos en los suyos. Hoy disfruto de ver su fantástica piel desnuda, sin mis ropas. Y su sonrisa sin maquillaje. Hoy le veo el alma.
Y no, ya no quiero alguien con quien morir. Ya no quiero morir de amor.
Hoy sigo el consejo de la cabrona de Noemí.
Y si después de un buen tiempo de ella plenamente ella y yo plenamente yo termino enamorándome, va a ser porque sea alguien tan increíblemente real,
tan maravillosamente real,
que sea alguien con quien quiera vivir...
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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.
El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.
Esta primera entrega es una selección de 60 monólogos, entre los cuales el lector encontrará algunos extractados del blog y otros absolutamente inéditos, para zambullirnos en el caos de afectos que nos embargan cotidianamente en este pasaje de ida sin regreso que es la Vida.