15-01-2024
Y eterna, la llama de mi corazón sube en espirales a iluminar el horizonte.
-Alfonsina Storni, “Llama”
Cada día de semana la alarma del celular comenzaba a sonar a las 6.30 de la mañana.
Los años de soledad habían acrecentado su pasión por la sincronía, a tal punto de haber cronometrado el tiempo que le llevaba levantarse, bajar las escaleras de su cuarto, llegar al baño, hacer el matinal pis de cada día, lavarse la cara y cepillarse los dientes.
Diecisiete minutos. Exactos. Ni uno más, ni uno menos...
Y por eso la cafetera estaba programada para comenzar a filtrar el café a las 6.32 hs. Para que cuando hubieran pasado los exactos 15 minutos que le llevaba concluir su trabajo, la última gota de agua cayera dentro de la jarra al mismo tiempo que él salía del baño.
Sentía una neurótica satisfacción al saber que su café ostentaba ser un “verdadero” café recién hecho.
Para completar la sinfonía de sincronismos, se servía el café, sacaba dos rodajas de pan lactal y las metía en la tostadora. Pulsaba el botón para hundirlas y comenzaba el segundo movimiento de esa obra teatral sin público que cada mañana tenía lugar en la cocina.
Abría la heladera, sacaba la leche, echaba un chorro al café, guardaba la leche antes de que la puerta terminara de regresar y manoteaba el queso untable y la mermelada. Abría dos saquitos de edulcorante, los echaba al café con leche y daba dos giros violentos con la cucharita. Tiempo exacto para que ambas tostadas saltaran listas para sumarse al que sería su acostumbrado desayuno en soledad.
Esa mañana no fue diferente. Puso en escena su concierto de simultaneidades y desayunó inmerso en el habitual destierro de emociones en el que habitaba desde hacía unos años, cuando un mal divorcio lo había condenado al cinismo, a descreer del amor, incluso a homologarlo a calentura y por eso mismo, a reducirlo a una suerte de falsa ilusión juvenil.
Ese cinismo que lo hizo mirar con desdén y hasta un tanto de pena a esa pareja de jóvenes que vio besándose en una parada de colectivos cuando el semáforo detuvo su marcha al trabajo.
“Pobrecitos, no tienen ni idea”, pensó. Y una ácida sonrisa desdibujó su rostro.
Dio luz verde el semáforo y siguió viaje a su oficina…
…
Ya de regreso en su casa fue por un paquete de yerba al chino sobre la avenida.
Y allí los vio.
Una pareja entrada en canas reía y bailaba haciendo toda clase de gesticulaciones frente a la cámara que en una vidriera de un local de electrodomésticos proyectaba su imagen en una pantalla que daba a la calle.
Ella tenía un vestido veraniego y sandalias rústicas. Él, una remera colorida, bermuda y alpargatas. Y el vaivén de los pasos de su improvisado baile desplegaba un arcoíris de alegría que lo cautivaron.
No podía dejar de mirar el contraste que provocaban los colores de sus prendas con lo gris de sus cabellos.
El punto cúlmine fue el cinematográfico beso que aquella pareja se dio una vez que decidieron dar por terminada la danza.
Absorto por la escena, con todo el tránsito, luces y gente en torno a él completamente desdibujados, vio como aquel hombre tomaba por la cintura a su mujer y la llevaba hacia él, cómo ella rodeaba su cuello con sus brazos, cómo ambos se fundían en un beso que condensaba ternura y sensualidad en un equilibrio exquisito.
Los siguió con la vista hasta que desaparecieron entre la multitud, pero aun así, se quedó otro rato parado, casi tieso, contemplando el horizonte en el cual aquella pareja se había esfumado.
Volvió a su casa y cenó en silencio. Sin tele, ni celular, ni libro que le hiciera compañía. Las imágenes de aquella pareja de bailarines callejeros lo mantenían en un relajante y placentero sopor.
La alarma llevaba cinco minutos insistiendo cuando finalmente se levantó la mañana siguiente. Bajó las escaleras y se sirvió un café antes de que terminara de filtrar. Dejó la taza sobre la mesada y se lavó la cara, hizo pis con el cepillo de dientes en la boca, terminó de lavárselos y volvió a la cocina.
Sin apuro alguno, pero en un desordenado concierto, tomó una rodaja de pan lactal sin tostar y la comió así, sin untarla con nada, mezclándola en la boca con los sorbos de café que daba cuando aún no había terminado de masticarla.
Lo único sincrónico fueron los tiempos que la nueva rutina le llevó.
Y fue por eso que volvió a ver a esa parejita de jóvenes que esperaban el colectivo como todas las mañanas cuando la “señal” de alto detuvo una vez más su marcha.
Ahí estaban, como el día anterior, riendo, mimándose, besándose cálidamente. Manteniendo la mirada en el otro, envueltos en el mismo embeleso que el día anterior había visto en aquella pareja danzante.
Las imágenes de los jóvenes se mezclaban en un “pas de quatre” con las de la pareja de adultos en un ballet de emociones que lo sacaron del destierro.
Y esta vez la sonrisa fue afable, plena, repleta de asincrónica vida. No hubo cinismo ni acidez en su mueca. Ni desdén en su mirada.
Porque la llama de su corazón
subió en espirales
a iluminar el horizonte...
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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.
El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.
Esta primera entrega es una selección de 60 monólogos, entre los cuales el lector encontrará algunos extractados del blog y otros absolutamente inéditos, para zambullirnos en el caos de afectos que nos embargan cotidianamente en este pasaje de ida sin regreso que es la Vida.