17-03-2017
Por un minuto de amor, por un segundo de calma, por un ratito de sol, te entrego toda mi alma.
Alejandro Lerner, Por un minuto de amor
Vivir es todo un trámite, no caben dudas al respecto. Muchas veces llega a ser todo un dolor de huevos. Hay momentos en los que los kilombos de guita, de laburo, de pareja, de hijos, de… la puta madre… a esto me refiero.
El aire que respiramos está repleto de rosas rojas, cálidos soles y profundos cielos. Pero, por el amor de Dios… qué lleno está de afiladas espinas, frías noches y grises lluvias. El mismo camino cuesta abajo plagado de sonrisas es el que por momentos se empina, se escarpa y se llena de piedras de todos los tamaños. El techo celeste que nos cobija es exactamente el mismo que, de golpe, muta en gris oscuro y se desploma sobre nosotros.
Caminar por ahí agota, cansa, desgana. Vamos, venimos, subimos, bajamos. Caemos. Nos levantamos. Caemos otra vez. Rodamos. Nos levantamos. Caminamos. Sonreímos un tramo, lloramos al siguiente. Un rato cantamos alegres canciones, al tiempo estamos recitando tristes poesías…
Cómo no va a cansar semejante kilombo? Cómo no vamos a querer –aunque más no sea– un poco de paz?
…
Casi pateé la puerta del consultorio esa mañana. Recaliente. Agotado. Harto de mí mismo. Repodrido de estar rompiéndome la cabeza y no llegar a nada. Estaba pasando por una época en la que no estaba en sintonía con nada y no lograba salir de ese lugar mental.
Laburaba de noche, vivía a contramano de los horarios del mundo y ya no me divertían nada de nada los “beneficios” de ser el encargado de un pub de moda.
Vivía cada fin de semana en una nebulosa de Martini Bianco, música al palo y gente a lo pavote que me dejaba exhausto y preguntándome cada vez cuándo podría cambiar de vida. De esa vida que ya no quería. Y que, paradójicamente, muchos envidiaban.
Arrastraba una angustia de base sin tener la más puta idea de por qué me sentía así. No estaba para nada contento conmigo en ningún aspecto. Y tenía las bolas al plato de tener que fingir una alegría de vivir que no sentía.
–Juan, quiero paz, la puta madre! –grité mientras me sentaba. Y agregué: –Es tanto pedir, carajo? Lo único que quiero es paz! Aunque sea un poco de paz!!
Mi psicoanalista me miró con esa calma que los locólogos suelen tener y que a veces irrita y con voz muy serena, me contestó:
–La paz es muerte, Adrián...
Chán!
Hijo de puta… una patada en la cabeza me hubiese dejado menos pelotudo que esa frase.
Quise reponerme y seguir peleándome y peleándolo un rato, pero ya no era posible. Ya había entendido, por más bronca que sintiera. Ya no podía seguir pidiendo a gritos ese segundo de calma. Porque me iba a costar el alma y yo no estaba dispuesto a entregarla. Mis angustias eran porque quería vivir. O en todo caso, porque no sabía cómo.
La vida es, por definición, tensión. Caminar con alguien en la vida, criar hijos, laburar, crear, divertirse, emocionarse, todo supone “tensión”. Hasta la calma más grande supone esa tensión de vida. Todas las emociones humanas no tienen nada que ver con la paz. No hay paz en la alegría como no la hay en la tristeza. No es “calmo” el amor con tu pareja ni el que tenés por tus hijos.
Por eso aquél día en que mi psicólogo me pateó la cabeza con su frase, algo en mí cambió. Dejé de buscar la paz. Dejé de tratar de esquivar la angustia, la tensión.
En los momentos más jodidos de vida combatí la tensión con más tensión. La vida con más vida.
Aún hoy lo hago.
Tengo que pasarla mal? Okey: canto y te vas al carajo.
Algo en mi vida no me gusta? A la mierda: ironizo y me río a carcajadas.
Llueve angustia sobre mí? Bailo y chapaleo debajo de ella (nadie querría verme bailar).
La tristeza gana terreno? Pero cómo no! Vení tristeza, que yo tengo una pila de tensión para pelearte.
Vivir es todo un trámite, no caben dudas al respecto. Muchas veces llega a ser todo un dolor de huevos.
Pero todos los días abrazo la Vida. Toda. La que viene con cosas maravillosas y con sinsabores. Esa Vida hecha de pasiones, broncas, alegrías y amarguras. La que trae todos esos opuestos que generan “tensión”, que no te dejan en paz.
Esa Vida es la que abrazo a diario. La enquilombada, la repleta de tensiones. Y la abrazo con todas mis fuerzas. Con toda mi alma.
Porque después de disfrutarla así, de soportarla así, de vivirla así –tensa y enquilombadamente– entonces sí podré,
algún día,
morirme en paz conmigo mismo…
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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.
El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.
Esta primera entrega es una selección de 60 monólogos, entre los cuales el lector encontrará algunos extractados del blog y otros absolutamente inéditos, para zambullirnos en el caos de afectos que nos embargan cotidianamente en este pasaje de ida sin regreso que es la Vida.