10-03-2017
Por un instante soñaré que todo puede suceder y un día ya dejar de ser esclavos del silencio.
Esclavos del silencio, Meteoros
No nos gusta el kilombo. Nadie en su sano juicio va a disfrutar de discutir con su mujer o con su hombre, mucho menos en esas veces cuando “discutir” significa, en una de ésas, “pelear”.
Y por eso, muchas veces elegimos hacer silencio. Simplemente para evitar el disgusto. Para “tener la fiesta en paz”
Pero a pesar de todo, hay cosas que deberíamos charlar. Siempre. Cada tanto.
Lo que es difícil, realmente difícil, es decidir qué callar y qué charlar, aún cuando esa charla corra el riesgo de tener momentos tensos.
No nos gusta el kilombo.
Pero parecería ser que tampoco nos gusta el trabajo. Porque, para no tener que estar decidiendo qué callar y qué no (porque es mucho laburo pensar), la hacemos corta: callamos siempre.
Y listo. Tenemos la fiesta en paz.
…
“Despertares” es una película que cuenta la historia real de lo ocurrido en la primavera de 1969 en una clínica de New York, cuando el Dr. Sayer logró despertar a un grupo de pacientes que estaban en una suerte de letargo crónico, casi en estado neurovegetativo, pero con cierta rigidez física.
El doc se apoya en una loca teoría para explicar por qué va a usar una droga –que se utiliza para “calmar”– para tratar de que esos pacientes, que están más que “calmos”, pasen a la acción, se muevan, dejen ese estado catatónico (en criollo, quietud extrema) y “vuelvan a la vida”.
La teoría por la cual decide hacer semejante paradoja se puede explicar más o menos así: el Parkinson genera temblores, cuánto más avanza la enfermedad, más temblores. Hasta el punto en que los temblores son tan, pero tan rápidos, que generan quietud. Algo así como un “pasarse de rosca” o “pegar la vuelta”… como quieran llamarlo.
Y por eso Sayer les da L-dopa, un anti-parkinsoniano, un gran “calmador”.
En las cuestiones del corazón, el atajo nunca es el sendero correcto. Jamás es el que sirve. No querer pensar un poco porque cansa, nos lleva por ese atajo.
No es lo mismo “dejar pasar” que acumular, que ir juntando. Evitar la conversación, aún cuando haya frente de tormenta, nos lleva a la no muy larga –tal como dice la letra de la canción citada– a estar paralizados sin razón, cautivos de la confusión, cada vez más esclavos de ese silencio.
Porque cuando la pila de mierda acumulada empieza a entorpecer la comunicación, se cae en un círculo vicioso del cual cuesta un huevo salir. Más callo, más junto. Más junto, más callo. Cada vez con más miedo a que sea una pelea y no una charla. Cada vez más paralizados.
El problema es que –como ya escribí alguna vez– nosotros podemos quedarnos quietos, pero la vida no. El paso del tiempo por sí mismo no cura nada. Incluso muchas veces enferma más. Y ese silencio que hacemos se transforma en algo que nos come por dentro, nos llena de broncas, de rencores, en fin, de mierdas que se meten en el camino que estamos tratando de transitar juntos y lo complican. Nada más ni nada menos que el camino de la vida…
Hacemos silencio, empezamos a hacer esfuerzos cada vez más grandes para controlarnos, para no “estallar”. Y comenzamos a “temblar” por dentro. Cada vez más fuerte. Hasta que los sacudones internos llegan a la categoría de un terremoto de 8 en la escala de Richter y el corazón empieza a agrietarse.
Ya nada podemos hacer. Ya el Parkinson creció tanto que los espasmos son tan rápidos que nos pasa la de los pacientes del Dr. Sayer: entramos en un estado de letargo tan profundo que ya no hay comunicación con el otro.
Y no hay doc que venga a calmarnos con su experimental droga.
Cuando callamos aquellas cosas de las que sí deberíamos hablar, sumamos una grieta. El atajo de no charlar con ese compañero de ruta nos lleva inevitablemente a terminar con el corazón roto. Y con el corazón roto, el amor se muere. Y nosotros con él.
Tal vez deberíamos tomarnos el trabajo de pensar qué “dejamos pasar” –que es parte de una sana convivencia– y qué no, que también es parte de la misma sana convivencia.
Porque no soy médico, pero les garantizo que, cuando el corazón está lleno de grietas y estamos al borde de la muerte, sentarse a charlar con quien estamos caminando juntos es el único remedio que,
cual la L-dopa del Dr. Sayer,
nos va a volver a la Vida…
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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.
El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.
Esta primera entrega es una selección de 60 monólogos, entre los cuales el lector encontrará algunos extractados del blog y otros absolutamente inéditos, para zambullirnos en el caos de afectos que nos embargan cotidianamente en este pasaje de ida sin regreso que es la Vida.