15-09-2017
Sólo quiero pedir un deseo final y después que me lleve a volar...
Vicentico, Último acto
Toda nuestra vida, incluso desde antes de ser concebida, puede ser conjugada desde el lugar de dejar, desde el punto de vista de lo que se acaba.
Dejamos de ser un sueño para pasar a ser una realidad el día que nuestra madre queda embarazada. Y de ahí en más, nos la pasamos dejando cosas...
Dejamos el útero para venir a este Mundo. Dejamos la teta, la mamadera, el andador…
Dejamos el jardín, el primario y el secundario. Dejamos nuestro hogar de origen y nos vamos a vivir solos. Dejamos la soltería cuando nos casamos.
Y así, todos y cada uno de nuestros pasos pueden ser pensados desde este punto de vista. Como un constante dejar. Como un permanente irnos.
Porque hasta morir no es ni más ni menos que dejar de vivir…
Aquella tarde yo lloraba en silencio en lo que era el jardín de invierno –así se llamaba ese rincón del patio de las casas viejas– cuando mi madre se acercó a preguntarme qué me pasaba.
–Terminé con Cynthia –murmuré.
Se sentó a mi lado en el silloncito de metal con almohadones forrados con alguna forma de tela plástica y apoyando su mano sobre mi hombro me dijo:
–Bueno, hijo. Ya va a pasar.
Y agregó:
–Tenés toda la vida por delante…
No contesté que no me importaba. No dije una sola palabra que describiera el infierno que estaba viviendo para explicar por qué no me importaba. Sólo me encogí de hombros.
Se paró y siguió con sus cosas.
Tenía en ese entonces 23 años. Por eso mi madre decía que tenía toda la vida por delante. Porque era joven. Porque todavía tenía mucho por vivir. Como si la cantidad de años por caminar sobre esta Tierra, por el sólo hecho de ser grande, fuera suficiente para mitigar el dolor que sentía. Como si el hecho de tener muchos años por vivir hiciera que ese dolor fuera menos intenso.
Como sea, lo que sí parecía ser cierto es que “tenía toda la vida por delante”. Ya me había gastado 23 de la cantidad de años que fuera a vivir, pero a priori, la cantidad que quedaba era mucho mayor que esos veintitrés. Y quizá por eso, a esos años se les adjudicaba la condición de estar “por delante”, “por vivir”. Incluso se les atribuía la falaz calidad de “toda la vida” para agruparlos.
…
“Tengo toda la vida por delante” es una frase que en algún momento de nuestras vidas cambia por “lo que me quede por vivir”. Hay un punto de inflexión que no logro reconocer el instante en el que se instala en el que parecería que dejamos de caminar mirando hacia delante para empezar a vivir nuestros días con esa actitud de la que hablaba al principio. Mirando hacia atrás aquello que vamos dejando y restando cada día vivido de un total que presuponemos para mirar el saldo diario y tratar de calcular cuánto queda.
Algo así como si hubiésemos alcanzado esa zanahoria que perseguíamos y ahora estuviéramos dándole pequeños mordiscos y mirando todo el tiempo cuánto queda de naranja hasta llegar al oscuro e incomible tallo.
Tengo 55 años.
Voy a escribir un libro en el que pueda plasmar todo lo que quiero decir. O dos. O diez.
Algún día voy a pescar en el mar algún enorme pez con el que tenga que luchar por horas.
Me voy a comprar una 4 x 4 para poder meterme en lugares que no podría conocer si no tuviera una camioneta con la cual llegar y así me voy a impregnar los ojos de la belleza del mundo en el que vivo.
Voy aprender a tocar el piano.
Voy a volver a cantar en un bar.
Voy a festejar cuando mis hijas se reciban de sus carreras, feliz de ver cómo van armando sus vidas, cómo van eligiendo sus caminos, cómo van construyendo su propia felicidad.
Voy a llevarlas hasta el altar el día que se casen.
Voy a malcriar a los nietos que algún día tenga, como una dulce revancha con la Vida por todos los años que tuve que ser el malo de la película criando a mis hijas.
Voy a viajar a todos los recónditos lugares que pueda.
Voy a reír hasta las lágrimas. Voy a llorar hasta la risa.
Voy a bailar, por qué no, cagándome en lo desastroso que soy haciéndolo.
Voy a volver a tomar clases de teatro.
Voy a seguir haciendo pendejadas, imitando actores, moviéndome como los muñequitos de South Park, o repitiendo líneas publicitarias con voz finita o bien gruesa, sólo para disfrutar de la risa de aquél al que le toque ser el espectador de mis payasadas.
Voy a ponerme en pedo de vez en cuando. Y a darme un atracón cada tanto.
Voy a amar como sé. Entregándome por completo. Corriendo el riesgo de volver en pedazos…
…
Voy a poder hacer todo esto?
Ni idea. Son mi zanahoria, que sigue allá, donde no la alcanzo.
Y no sé cuánto es lo que me queda por vivir.
Pero lo que puedo asegurarles es que voy a disfrutar como un hijo de puta,
intensamente,
de toda la vida que tengo por delante…
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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.
El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.
Esta primera entrega es una selección de 60 monólogos, entre los cuales el lector encontrará algunos extractados del blog y otros absolutamente inéditos, para zambullirnos en el caos de afectos que nos embargan cotidianamente en este pasaje de ida sin regreso que es la Vida.