31-01-2019
El secreto de los días de lluvia es encontrar la canción perfecta.
Desmotivaciones.es
Hace poco estuve nuevamente en esa cabaña en Salto, Uruguay, a la que frecuentemente voy a pescar. Es un lugar que me encanta por más de un motivo. Es tranquilo, estoy en contacto con la naturaleza y tiene servicios adicionales como piletas, una descubierta y otra bajo techo, de las que puedo disfrutar por el mismo precio en el hotel que está a unos 3 kilómetros de distancia, por un caminito interno repleto de árboles…
Pasé una primera semana junto a mi hija mayor y la siguiente absolutamente solo, después de haberla alcanzado hasta Concordia para que tomara un micro de regreso a Buenos Aires.
Me llevo bien conmigo, así que la soledad es siempre sólo una cuestión física. Por lo cual son muchas las veces en el año en las cuales voy a esta cabaña a pescar, algo que ya he contado en más de una oportunidad que me apasiona.
Al día siguiente de haber llevado a mi hija a la terminal y ya en esa completa soledad, se desató una tormenta realmente brava. No sólo la lluvia era infernal, sino que el viento era tal que no me dio ni para ir hasta el hotel que mencioné que es parte del paquete que contrato. Nunca había visto el tamaño de las olas que se generaron en la suerte de lago que se forma frente a las cabañas y si bien me han tocado días de tormenta, nunca de esta magnitud.
Los árboles se doblaban y los arbustos tocaban el piso doblegados por un vendaval impiadoso que no aflojaba ni por un momento. Los relámpagos podrían haber iluminado un pueblo entero y los truenos que le seguían hacían vibrar al techo como si fuera una caja de resonancia.
Si bien tengo piloto y botas de lluvia y puedo ser medio temerario en algunas oportunidades, nunca pesco bajo la tormenta cuando es eléctrica. Porque habría que ser realmente boludo para pararse con un “pararrayos” en la mano apuntando al cielo, jugando a la ruleta rusa con la naturaleza. Lo que hizo que ese día en particular estuviera todo el tiempo “encerrado”.
Dos días más de lluvia hicieron que el río creciera y creciera al punto de dejar una de las cañas fuera de mi alcance, clavada en el muelle que ahora estaba tapado por el agua.
Cuando me tocan días de tormenta, aprovecho para armar líneas y reponer anzuelos a las que se dañaron, escribir, cocinar algo más elaborado que el pollo a la parrilla cuyas sobras están en la heladera, hacer unos videos que llamo “Bitácora de pesca” y que subo a mi Facebook personal para hacer reír a mi gente y –he aquí quizá lo más interesante–, pensar.
Así, en silencio, en total y absoluta soledad, dedico un tiempo simplemente a meditar sobre lo que me venga a la cabeza. Lo que sea. Algún tema sobre el que quiera escribir, algún proyecto que quiera llevar a cabo, algún recuerdo… Cualquier cosa que se me ocurra.
Así fue que me dí cuenta del parecido que tenía toda la situación en la que me encontraba con una época pasada de mi vida en la que “el agua crecía y crecía” y yo me sentía “encerrado” viendo cómo “mis cañas” quedaba fuera de mi alcance.
Una época en que los planetas parecían alineados para que el dicho “a perro flaco no le faltan pulgas” fuera bien cierto.
Un tiempo en el que muchas veces necesité recordar esa frase que tengo de cabecera para lidiar con la vida y que ya conté que llevo grabada en mi anillo: “Esto también pasará”.
Y ahora, unos cuantos años después, estaba encerrado en la cabaña temiendo que se cortara la luz y quedara aislado de todo o inclusive que algún árbol cayera sobre el techo y el problema fuera realmente grande. Y la caña que tengo destinada a intentar pescar un dorado estaba fuera de mi alcance y hundiéndose en el agua. Tal vez hasta estropeándose. Sin poder acceder a ella. Sin poder rescatarla.
Y estaba solo. Ni siquiera tenía con quien compartir este momento en que las cosas no estaban saliendo bien.
Tan solo como me había sentido cuando, hace unos cuantos años, miraba qué monitor o qué computadora iba a vender para poder darles de comer a mis hijas ese mes. Y me preguntaba cómo iba a hacer para pagar el alquiler, del que ya debía cuatro meses.
Tan solo como cuando me enfrenté a un sistema judicial que no protege a nadie y al hecho de que ninguno de los lugares que tienen asesoría legal gratuita aceptaba mi caso porque yo vivía en un barrio que no era “carenciado”. Yo era un pobre que vivía en el barrio equivocado.
Había perdido un montón de cosas, que iban desde mi sueño de la “familia” hasta lo concreto de mi auto. Y el río no paraba de crecer. Los kilombos económicos eran cada día mayores y los personales se sumaban para hacer de aquella tormenta una bien poderosa.
Ya en aquella época, había recordado que alguna vez, muchos años más atrás en mi historia, mi madre había puesto en la cocina un cartel que podía verse ni bien entrabas a la casa que tenía escrita la frase “Bárbaros, las ideas no se matan”, en claro desafío a una persecución política que sufrimos y que en otra oportunidad contaré.
Y por eso en esos tiempos, allá por el 2002, en los cuales el río amenazaba con inundarlo todo, me aferré a aquello que por más bravas que pudieran ser las aguas, no iban a poder llevarse jamás. Porque era algo tan imposible de matar como las ideas, tan fuera del alcance del exterior como el pensamiento…
Así fue que nunca la perdí. Nunca pudo el agua llevársela. Jamás lo permití.
Siempre, aun en los momentos más jodidos que me tocaron vivir, mantuve una sonrisa interna sabiendo que “eso” también iba a pasar. Una sonrisa generada por todo aquello que sí tenía y que no había perdido. Mis hijas, que me regalaban alegría a diario, mi familia, que me apoyó todo el tiempo, mis amigos, que estuvieron firmes a mi lado, el amor de una mujer…
La vida es así. Repleta de días cálidos en los que podemos sentarnos a pescar y disfrutar del sol en la cara y épocas de tormentas eléctricas con vientos que amenazan tumbar los árboles a nuestro alrededor. Tiempos de festejar la boga de kilo y medio que vamos a hacer a la parrilla y otros de angustia por miedo a perder las cañas o que un árbol caiga sobre el techo.
Y porque así es la vida de loca y maravillosa, así de fluctuante como una montaña rusa, así de intensa como el curry, cuando hace unos días estaba encerrado en la cabaña, viendo cómo las aguas crecían amenazantes y la lluvia se tornaba ensordecedora, cuando el río avanzaba tragándose mis líneas, poniendo en riesgo mi silla, aislando mi caña, imposibilitándome hasta moverme de ahí, apoyé la frente contra la ventana, miré a través del vidrio el completo desastre que todo era a mi alrededor y simplemente,
una vez más en mi vida,
volví a sonreír…
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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.
El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.
Esta primera entrega es una selección de 60 monólogos, entre los cuales el lector encontrará algunos extractados del blog y otros absolutamente inéditos, para zambullirnos en el caos de afectos que nos embargan cotidianamente en este pasaje de ida sin regreso que es la Vida.