18-01-2017
El éxito no es el final, el fracaso no es fatal. Es el coraje para continuar lo que cuenta.
Winston Churchill
Tenemos una muy poco productiva costumbre: sólo recordamos los pináculos de nuestra historia, sólo le prestamos la suficiente atención como para que sumen a nuestro capital de vida a esos momentos “pico”.
Es más, nos la pasamos persiguiéndolos, sin prestar atención al recorrido, enfocados en el objetivo. Ése, el que está allá, al final del camino. Con toda la energía del mundo apostada a “ese” momento. Con toda la alegría acumulándose para estallar cuando “ese” momento llegue.
Por eso le regalamos flores a nuestra mujer sólo el día de nuestro aniversario y festejamos el haber nacido sólo una vez al año. Por eso Semana Santa o el 31 a la noche. Porque sólo recordamos esas fechas. Pareciera que sólo esos días –que casi pueden contarse con los dedos de una mano– fueran los importantes, los dignos de ser recordados.
Si vamos a vivir así, a nadie sorprenda que sonriamos poco, porque la verdad es que es muy poco el capital de vida; no alcanza ni ahí para compensar el pesado trámite de vivir la diaria...
...
Me gusta pescar. Mucho. Y desde el día en que me enteré que existían las “carpas”, una especie importada de la China que hoy puebla nuestras aguas, perseguí el objetivo de atrapar una bien, bien grandota. Camino que “culminó” un martes 6 de mayo, a las diez de la noche y en absoluta soledad, con un frío que partía la jeta y después de todo un día en el que “no había pasado nada”, cuando la enganché –en un momento bien “Hollywood” de esos que a veces nos toca vivir– con el último pedacito de masa que me quedaba como carnada.
Luché media hora con esa bestia... la adrenalina me salía por los poros, el corazón me palpitaba como si fuera a estallar y las manos, a pesar del frío, me sudaban como si estuviera teniendo que pasar una prueba de polígrafo y de eso dependiera mi libertad.
Hollywood seguía dirigiendo ese momento de mi vida y por eso, cuando ya la tenía “ahí”, la tanza se cortó...
Hundí los brazos en el río y mientras le decía (sí, ya sé que es de locos “decirle”) “vos venís conmigo o vamos los dos al agua”, la palanqueé con los brazos en un esfuerzo que me costó 15 días de dolor de cintura y la saqué...
Aaahh, qué alegría, la puta madre! Hice mi baile del triunfo alrededor de la carpa (nadie querría verlo, se los aseguro) mientras, una vez más como los locos, le decía: “Saltá, saltá todo lo que quieras, hija de puta! Estás a un kilómetro del agua!”, y me reía... sí, una vez más, como un loco.
La excitación pasó. Prendí un cigarrillo y me senté sobre el pasto mirando el río en silencio. En un profundo silencio...
Después de un largo año de frustraciones, de intentos fallidos, finalmente, lo había logrado. Para mí era mucho más que pescar una carpa. Finalmente había recibido el premio a este modo de ser, optimista y perseverante. A esta cosa que me empuja a ir detrás de lo que quiero, sea lo que sea, me lleve el tiempo que me lleve.
Y fue entonces que lloré...
Martes, 6 de mayo de 2014. Inolvidable.
Pero sólo sería un día más, una fecha más, una foto más. Y nada más que eso. Sólo un dedo más para contar los “grandes” días de mi vida, sino fuera porque es un año, enterito, el que recuerdo. Muchísimos días que fueron “el camino” hacia esa meta que ese martes alcancé. Incontables casi, los peldaños que subí hasta esa cima en la que me sentí cuando finalmente conseguí el Santo Grial que estaba buscando.
Recuerdo la cara de la que era mi mujer en ese entonces cuando fue ella la que pescó la primera, con MI caña, mientras yo había ido a comprar una Coca al pueblo. Tengo grabada su sonrisa, mezcla de alegría y culpa (es rusa, los judíos tienen todo un tema con la culpa) por haber sacado la PRIMERA carpa. Y recuerdo lo que me reí en ese momento.
O su cara de frustración de otro día, mezcla de pena y “sos un pelotudo” cuando no escuché sus gritos desde el baño del camping donde yo estaba meando, mientras a ella una carpa bien grande le cortaba la línea y se le iba a último momento, cuando “casi” la tenía...
Me acuerdo de la voz de un gordo que repetía “qué lindo animal, qué lindo animal” mientras mi mujer decía “no quiero mirar, no quiero mirar” y yo luchaba con una carpa enorme que se terminó desenganchando “in-my-face”, a centímetros de mi jeta, por culpa de mi ansiedad por sacarla, un día en el que el río estaba crecido hasta el borde. Y cómo el gordo hizo mutis por el foro cuando grité, recaliente, mi para ese entonces ya acostumbrado “No te lo puedo creer, la reputa madre que lo parió!” de estos casos.
También recuerdo de ese mismo día, la cara del gordo, un poco asustado, cuando al rato me veía corear a los saltitos frente al río “otra oportunidad, otra oportunidad!”. (Tal era la cara del gordo que le aclaré que estaba loco, pero que no era peligroso.)
Tengo más de un día de “casi” para contar, con líneas cortadas y carpas saltando en el agua logrando desengancharse, con toda la emoción y frustración que esos días me dieron.
Están bien presentes en mi memoria mi energía y entusiasmo, cada vez que empezaba el día gritando “hoy va a ser un glorioso día de pesca!”, sin importarme en lo más mínimo que llevara varias semanas de “nada”cuyos días de pesca habían empezado con ese mismo grito de guerra.
Muchos, muchos días... todos sin fecha, sin fotos, sin aniversario que festejar. Pero todos acumulados en un gigantesco capital de vida que se suma a esa sonrisa que hace poco conté que me baila en la jeta bien seguido...
Quizá deberíamos aprender a disfrutar los caminos un poco más, porque están repletos de momentos que están buenos para meter en la bolsa. No digo que soplemos las velitas 30 veces por año ni que brindemos por cada día que comienza, pero tal vez sí dejar que todos los peldaños de nuestros caminos se impriman en el recuerdo, porque te engordan el alma, te llenan, te dibujan la sonrisa cotidiana.
Porque ninguno de esos fracasos fue fatal y aquél 6 de mayo de ninguna manera fue el final. Y porque todos, absolutamente todos esos días, son los que me dan el coraje para seguir disfrutando del verdadero Santo Grial, ése que hace rato que encontré:
La felicidad de estar vivo...
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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.
El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.
Esta primera entrega es una selección de 60 monólogos, entre los cuales el lector encontrará algunos extractados del blog y otros absolutamente inéditos, para zambullirnos en el caos de afectos que nos embargan cotidianamente en este pasaje de ida sin regreso que es la Vida.