MONÓLOGOS DE UN HOMBRE CUALQUIERA

18-02-2022

Un día a la vez

Un dia a la vez

Soy el que fui, el que soy y el que voy a ser.

Pablo Fajdiga, mi profesor de filosofía

En algún momento que no recuerdo con precisión me encontré con la montaña. Ya había comenzado a treparla hacía unos años, pero hasta ese día en particular lo había hecho de la mano de mis padres.

Era la primera vez que tomaba conciencia de que estaba sobre ella, a pocos metros de un suelo que no quedaba claro dónde estaba. Eché una mirada buscándolo y, a pesar de no haberlo encontrado, en el trayecto pude ver a mi padre en la casa de Aranguren al 1200, a cientos de kilómetros del lugar en el que yo estaba en ese momento.

Vi a mis compañeros de 5to grado, a mis abuelos, mis tíos, a mi vecino Flavio con el que jugaba a diario y Marcela, aquella nena que había sido mi primera “novia”.

Todos ellos también a un par de miles de kilómetros de esa montaña que parecía ser exclusiva, sólo para mí.

Alcé la vista y tampoco pude divisar la cima que se perdía entre nubes puestas al servicio de impedir que pudiera verse dónde terminaba la montaña.

Nubes que –no lo sabía en aquel entonces– iban a permanecer ocultando la cumbre todo el tiempo, como una suerte de zanahoria puesta por delante con el único cometido de mantenerme escalando constantemente.

Tan lejanas se veían las nubes que, si bien no iba a dejar de levantar la vista cada tanto, trataría de ir disfrutando del bosque y los ríos que se desparramaban en la ladera.

Sin pensarlo mucho, tal vez incluso sin demasiada conciencia, seguí trepando.

Me tomaron por sorpresa unas cuántas piedras que se ponían en mi camino. Una pelea en defensa de mi hermana, otra en la que me vi envuelto por no haber podido cumplir una exigencia física, la hostilidad de chicos que tenían historias de vida que me permitieron tiempo después entender el porqué de esa hostilidad…

En esa paulatina subida aprendí que por esos lares llamaban “masitas” a lo que yo conocía como “galletitas”, que con una rama con forma de y griega, dos elásticos gruesos y un pedazo de cuero se podía hacer una “gomera” y que eso era un arma para cazar pajaritos, que el frío extremo te agrietaba las manos y los labios…

Pasó el tiempo y en algún punto de la montaña vi a mis hermanos partir a Buenos Aires, a mi madre pelear contra una persecución ideológica que nos tocó padecer y encontrarme en una escuela abandonada desde hacía dos años.

En ese tiempo, el arroyo que corría por el monte se transformó en la fuente de agua y los árboles caídos en la fuente de calor que nos protegería del frío de la nieve de aquel lugar.

Caballos que monté, terneros que domé, peces que pesqué, vacas, ovejas y gallinas que fueron alimento fueron los animales con los que me encontré conviviendo a esa altura de la cónica masa de tierra.

Pan y manteca caseras fueron parte de los desayunos de las gélidas mañanas, complementados por mermeladas –también caseras– hechas a base de grosellas y sauco, unos frutos que hasta ese momento no había sabido siquiera que existían.

Tiempo después me encontré con una casilla de madera, supe lo que era una letrina y me emborraché por primera vez en mi vida, mientras chicos más grandes que yo escuchaban el sorteo del Gordo de Navidad.

Seguí subiendo –por alguna razón que recién hoy comprendo no podía parar de hacerlo– y metía botellas de cerveza en las carteras de mis amigas del secundario para entrarlas a escondidas a la cuarta división del quinto año del Nacional 9, ese colegio del cual me habían echado dos años antes y al cual había logrado volver para terminar mis estudios con mis compañeros rindiendo en condición de “libre” todas las materias de tercer y cuarto año del Bachiller.

A lo largo de la escalada despertó en mí el deseo sexual, tuve mi primera novia… y mi primer duelo amoroso.

Hice amigos que en algún punto se perdieron en la maleza después de haber elegido diferentes senderos que se multiplicaban con el paso del tiempo…

Es virtualmente imposible plasmar aquí la enorme cantidad de cosas que me han pasado durante el tiempo que me llevó llegar al lugar de la montaña en el que hoy estoy.

Facultad de Psicología, trabajos de lo más dispares, desde repartir la “Sexta” del diario “La Razón” hasta tener una agencia de publicidad, habiendo pasado por ser empleado bancario, tener una empresa maderera, fabricar ropa para mujeres, ser mozo y después encargado de un pub, entre otros, se fueron sucediendo a lo largo de mi escalada por la ladera de esa montaña que mantuvo siempre aquellas nubes que no me permitieron ver el pico aquel día en que me vi trepando por primera vez.

Cada paso que di disfruté en el momento del pasto bajo mis pies, del arroyo a mi lado, de los frondosos árboles y de la pradera entre ellos, de los escaladores que conocí y de aquellos que despedí, del sol radiante y de la lluvia refrescante.

Y si bien me he quejado algunas veces –quién no– de las piedras agudas y de las inclementes tormentas que me tocaron vivir, jamás dejé de caminar, jamás dejé de sonreír mientras las atravesaba.

Y en todos los climas y durante todas las épocas, eché vistazos tanto al camino recorrido como a esa cúspide brumosa.

Y mientras lo hacía, vi muchos escaladores con la mirada perdida, que daban pasos sólo porque tampoco ellos podían dejar de darlos, pero que no disfrutaban del momento y que jamás miraban hacia la base de la montaña o se atrevieran siquiera a imaginar la cumbre.

Incluso conocí muchos que, cuando miraban, lo hacían con desdén, lamentando senderos que no tomaron y prestando atención sólo a las piedras que habían quedado atrás, pero que parecían seguir llevando en una mochila que no lograban soltar.

Hace unos días decidí sentarme a descansar un rato, como muchas veces he hecho a lo largo de mi jornada en la montaña.

Encendí un habano y contemplé la ladera a mis pies.

Y allá estaban, a lo largo de derrotero que me llevó al lugar en el que hoy me encuentro, las piedras que había tenido que sortear, las tormentas que había tenido que soportar y los fracasos que había tenido que digerir.

Pero también estaban las mujeres que amé, los amigos que tuve, las cosas que hice, los éxitos alcanzados…

Y estaban mis hijas.

Y las vi subiendo por la ladera, eligiendo sus propios senderos. Mágicos senderos que a pesar de ser diferentes del mío, siempre están cerca, nunca se bifurcan tanto como para perderlas de vista.

Y una vez más me llené de energía. Una vez más, la espectacular vista desde la imponente montaña me colmó de un indescriptible placer por el sólo hecho de poder estar aquí, en la ladera desde la cual sigo sin ver en qué momento llegaré a la cumbre, allí donde mi madre descansa desde hace un tiempo.

Pero cada vez que alzo la vista, incontables senderos se asoman a mis ojos. Algunos que ya tengo decidido recorrer, algunos que apenas veo dónde comienzan y otros que percibo que allí están, pero que no tengo idea si los tomaré o hacia dónde me llevarán si decido hacerlo cuando me tope con ellos.

Cada vez que miro hacia la nebulosa que oculta la cúspide, veo arroyos, praderas, ríos y bosques, nietos sin nombre, libros sin títulos, escaladores sin caras que algún día tendrán nombres, títulos y rostros.

Por eso siempre, después del rato de habano, vuelvo a pararme y sigo escalando.

A los pies está escrita la fecha de un 17 de julio que sé que existió pero que no recuerdo y detrás de las nubes habrá otra escrita que no conoceré hasta el instante previo a llegar allí.

Y ése será el día en que ya no camine, ya no escale. Será el día en que ya no habrá más montaña para mí.

Pero es tan maravilloso este imponente monte, tal es el esplendor que se despliega en él, tan espectacular el paisaje, que no hay piedras que pueda encontrar en mi camino ni cansancio que los años vividos traigan que borren la eterna sonrisa con la que despierto cada mañana cuando abro los ojos y descubro,

con infinita alegría,

un nuevo día a escalar…

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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.

El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.

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