MONÓLOGOS DE UN HOMBRE CUALQUIERA

25-09-2020

Vejez, divino tesoro

Vejez

Lleva mucho tiempo llegar a ser joven.

Pablo Picasso

–Cuál es la mejor parte de envejecer? –preguntó la hija.
–Los cambios físicos, sin duda –contestó el padre, sabiendo de antemano la sorpresa que generaría su respuesta.
–Te estoy hablando en serio, pa. No me tomes el pelo.
–Para nada, hija. Dejame que te cuente…

La miró a los ojos y decidió comenzar por ahí.

–Ves las aureolas celestes que tengo en los ojos? Se supone que una parte del iris se va endureciendo y por eso pierde su pigmentación original. Pero no es eso. Es que están gastados por la forma en que me he devorado la belleza del mundo. Y porque se fueron ajustando para dejar pasar más y más luz, la que lleva las miles de imágenes que se grabaron en el fondo, mucho más allá de los confines de la retina, donde el alma bombea la sangre que me mantiene vivo.

Son los ojos que se encontraron en la mirada con las mujeres que amé, son los que las vieron nacer a tu hermana y a vos, son los que se impregnaron de los colores del día, del negro de la noche, de las luces de las ciudades y las estrellas del campo. Y las aureolas son los colores que le robé al tiempo y que hoy le dan marco a la profundidad con la que sigo mirando la vida.

Se pasó la mano por el pelo y siguió.

–Ves la canas que tiñen de plateado mi cabeza? Es la nieve que se acumula en la cúspide de la vida, cuando la montaña es sólida y está más cerca de ese cielo que toqué cuando ustedes nacieron. Es la cumbre fresca que protege el valle de los vientos para albergar allí a los que uno ama. Y el pelo que falta es todo aquello que tuve que dejar ir para poder crecer.

Sostuvo la sonrisa y recorrió la frente con dos dedos.

–Y acá, en cada arruga del techo de mis ojos están acumuladas las preocupaciones que alguna vez tuve y el ceño marcado guarda todas las soluciones que encontré después de haberlo fruncido por un tiempo.
–Tenés la frente muy marcada, pa –interrumpió la hija–. Tantas preocupaciones tuviste?
–No, hija. Lo que pasa es que hay gente que ríe con la boca y yo aprendí a reír con toda la cara. Y he reído tanto, tanto. Con ustedes, con mis amigos, con las mujeres que amé. Incluso solo. Me he reído de mí, del mundo, de lo loca que es la vida. Me he reído hasta el llanto, hasta caer al piso desde el sillón en el que estaba sentado.

Hizo un arco con el pulgar y el índice y lo pasó por las profundas marcas a los lados de su boca.

–Éstos son los cauces por los que corrieron las incontables lágrimas que derramé, para dejarlas caer al piso, destino final de la tristeza que portaban. Y así poder sacarme de encima el dolor que las provocaba. Pero son cauces que fabricaron las igual de incontables sonrisas frente a cada regalo que la vida me dio.

Pasó la mano por la rodilla y siguió:

–Ésta es la que está medio chota –dijo sonriendo. Pero es la que me recuerda las atajadas en los partidos de fútbol. Acá, la vieja lesión de los ligamentos guarda los aplausos, los triunfos, los chicos viniendo a verme desplegar payasadas en el arco cuando era el “Cachorro”, apodo que me dieron por ser el empleado más joven en mi primer laburo. También guarda el accidente en la Panamericana del que salí vivo y las risas de Diego cuando, con la rodilla destrozada por la fricción contra el guard rail, dije que lo que me molestaba era que el pantalón Clavin Klein que había comprado en oferta estaba hecho mierda. No te quepa la menor duda, hija. Lo físico es lo mejor de ir envejeciendo.

Carraspeó un par de veces, acomodó la garganta exageradamente y susurró:

–Escuchás cuán ronca tengo la voz? Ahí están los cigarrillos fumados en profundas charlas, divertidas fiestas, serenos momentos. Y la infinidad de canciones que he cantado en un bar, las que he tarareado mientras cocino y las que han sido parte de los conciertos en la ducha. En lo gastado de mi voz están las apasionadas defensas de mis ideas y los gritos de alegría. Están los susurrados “te amo” dichos con las tripas y los úkases de guerra en cada mañana de pesca.
En lo áspero de mi timbre de voz están los vinos. Los compartidos y aquellos saboreados en soledad, leyendo algún libro o preparando alguna comida.

Levantó la taza y se la llevó a la boca. Dio un sorbo al café y mostrándole los codos continuó:

–Todo esta parte curtida, ésa que todo el tiempo me decís que le ponga crema, son las horas de trabajo frente a la compu, son las horas con el mentón apoyado sobre mis manos buscando el camino para salir adelante, para progresar. Y éste, el derecho, guarda el recuerdo del codazo con el que senté de culo en el piso con un golpe que le dí en el pecho a un imbécil que insultó a tu madre un día que habíamos ido a bailar, allá lejos, cuando éramos novios.

Se tocó la cicatriz de la frente, una de las tantas de su cuerpo y sonrió.

–Todas estas marcas –dijo señalando una por una– son “heridas de guerra”. Son todo lo que salté, corrí, trepé y jugué. Todo lo que arriesgué, todo lo que entregué. Son alegría, orgullo, pasión por cada minuto vivido.

–Lo que tenés un montón son patas de gallo –dijo sonriendo la hija.

–Aaahhh… ésas son las mejores –contestó el padre sin titubear. Ahí está todo, hija. Todo junto. Están las risas francas y los sentidos llantos. Las eufóricas alegrías y las profundas tristezas. Los momentos de infinita paz y los de incontrolable bronca. Ahí están los triunfos y las derrotas. En las patas de gallo es donde está la vida toda. Está el pasado, guardado en cada surco. El presente, como este instante en el que disfruto de nuestra charla. Y están anidados todos los sueños y proyectos del futuro. En las patas de gallo está toda mi fortuna acumulada.

Dio una pitada al cigarrillo y soltó el humo con lentitud. Bajó la cabeza un instante, hizo una mueca por sonrisa, levantó la vista y se encontró con la mirada de su hija, que lo miraba atenta. Y una vez más en su vida, las patas de gallo se le llenaron de ternura.

–Sí, hija. Lo físico es sin duda lo mejor de envejecer. Por eso es que si algo deseo para tu vida es que te llenes de arrugas, de marcas, de cicatrices. Porque es por ese camino que vas a poder llegar,

en algún futuro aún lejano,

a ser tan joven como yo…



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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.

El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.

Esta primera entrega es una selección de 60 monólogos, entre los cuales el lector encontrará algunos extractados del blog y otros absolutamente inéditos, para zambullirnos en el caos de afectos que nos embargan cotidianamente en este pasaje de ida sin regreso que es la Vida.

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