MONÓLOGOS DE UN HOMBRE CUALQUIERA

17-09-2020

La fiesta de los ofendidos

La fiesta de los ofendidos

Que con tanta gracia las repito, mas que otro me las diga no permito.

Cyrano de Bergerac (acerca de los chistes sobre su nariz)

Vení gorda, no tengas miedo. Vos también dolape, juntate con el nariga amigo tuyo y vení con él. Che, vos, enana, acercate. Y vos también, cuatrochi, en esta fiesta hay lugar para todos. Gallego! Moishe! Trolo! Torta! Trava! Vengan, para ustedes también hay espacio. No, vos no, viejo choto. A ese grupo ya lo represento yo…

–Qué hacés, viejo choto?
–Cómo andás, pendejo pelotudo?

Así, con esas dos frases como inicio de un chat, nos saludamos siempre con uno de mis sobrinos.

El tipo tiene 24 años, es buen mozo, alto y tiene un lomo de la puta madre. Por eso, desde mi edad, con lo único que puedo joderlo es con la que él tiene.

No estoy pelado (al menos no aún), no soy gordo ni petiso y no tengo ningún rasgo llamativo como podría ser una nariz enorme. Pero… tengo 58 años. Y por eso, desde la juventud del pendejo, puede cargarme con la edad.

Ahora bien. Esos mismos lugares que usamos para cargarnos, son los que podríamos usar si no nos conociéramos y nos trenzáramos fuerte.

Tal es así que cuando dos se pelean en la calle (y esto incluye a las mujeres) los insultos van de la mano de aquel rasgo distintivo que el otro tenga. Gorda pelotuda, enano de mierda, pelado forro, pendejo imbécil, vieja chota… Algo que puede verse claro cuando el otro no tiene un rasgo al que se pueda apelar, ya que ahí todo se reduce a “estúpido”, “infeliz” o “hija de puta”.

Esos insultos, son discriminación? De ninguna manera. Ya empezaron a “golpearse” y así como pasa en el plano físico, cada contrincante trata de pegar donde supone que más va a dolerle al otro.

Porque… digo… los insultos son para eso, no?

Lo loco es que no importa cuánta gente esté presenciando la pelea, a ningún adalid de la justicia social se le ocurre meterse para decirle a cualquiera de los dos “Eh, discriminador!”, porque sería realmente estúpido hacerlo.

Pero a la hora de los chistes… ahí aparecen todos los defensores de pobres y ausentes a apuntar con el dedo a cualquiera que se atreva a joder con la nariz, la panza, la costumbre de cualquier religión o la orientación sexual de un otro.

Parece ser que hoy uno puede asesinar gente con tan sólo un vocablo. Y estos justicieros son los encargados de mantenerlos detrás de sus pechos para detener las balas de la ametralladora emocional que usamos los guerrilleros de la palabra.

A riesgo de ser tildado de hacer apología de los asesinatos en serie, los invito a ir por partes, como decía Jack el destripador:

Frente a estos chistes, hay dos clases de “damnificados” posibles. Los “víctimas” de los chistes generales y aquellos que son directo blanco de la cargada.

En el caso de los primeros, si un gordo va a suicidarse porque lee un chiste sobre gordos, no es el sobrepeso el problema mayor que tiene. Una autoestima por el piso es su real problema.

Si cuando leo un chiste en el que se jode con mi edad y se dice, por ejemplo, que olvido algunas cosas porque “el alemán avanza”, termino en una clínica psiquiátrica para atender el profundo pozo depresivo en el que caí “por culpa” de ese chiste, pues tengo un serio problema para aceptar el paso de los años y el chistoso no tiene la culpa de ello.

Así que en esos casos, los adalides justicieros deberían gastar su energía en identificar a aquellos que están al borde del suicidio por cualquier pelotudez que surja como excusa y atenderlos rápidamente, antes de que el gordo se mire al espejo o yo me canse cuando subo una escalera y por eso decidamos, el gordo y yo, tirarnos por el barranco en una suerte de versión masculina de Thelma and Louise.

Y en el segundo caso (aaaahhh… éste es el que más me gusta), ése en el que la “víctima" es alguien en particular, me parece que la cosa es aun más sencilla.

Yo escribo. Notas románticas, notas afectivas y notas cuestionadoras. Y hasta por las románticas he recibido críticas (y no en chiste), tales como “otro gurú de la milanga”, “qué te hacés el Cortázar” y hasta “Otro Arjona” (hay que ser hijo de puta para decir que soy otro Arjona).

Ni hablar de los insultos por las notas de opinión: misógino, machirulo, débil mental, gorila, forro… elijan la que quieran del diccionario de puteadas y seguro que está entre los comentarios de alguno de mis posts.

Y hay que ver con qué entusiasmo se prenden a joderme cuando hago chistes como que no sé dónde está el punto G o que la tengo chiquita.

Por qué no me suicido cuando alguna mujer me carga con la edad y me manda a comprar Viagra? Para empezar, porque lo compro. Pero el principal motivo es porque no siento que por no tener la misma respuesta física que tenía a mis treinta soy menos “macho”, menos “hombre” o menos “deseable” que el guacho que todavía se puede colgar una toalla y hacerla subir y bajar con el pito.

Tengo una página de Facebook personal en la que no llego a 50 “amigos”, que están reducidos a mi familia y una docena de allegados. Tan cercanos todos como para que con ellos comparta cosas privadas mías y de mis hijas.

Ah, pero el boludo quiere escribir y que lo lean. Y no quiere escribir sobre los gorriones de Buenos Aires, los paisajes de la India o las tortugas de las Galápagos. El tipo quiere escribir sobre el amor, los hijos, las mujeres, los hombres, las parejas. Y quiere hacerlo a partir de sus experiencias personales, dejando espacio para que el lector pueda identificarse, pero siempre en base a lo que vivió en carne propia.

No conforme con eso, quiere escribir sobre la sociedad y las relaciones entre los seres humanos. Y se mete con el feminismo, la violencia de género, la discriminación, la censura y toda clase de temas que aborda siempre desde un tajante punto de vista.

Y por eso tengo una página de Facebook, una de Instagram y un blog pú-bli-cos. Abiertos al mundo. Y ahí, por absoluta decisión propia, me expongo. Repito: por decisión propia.

Lo que me deja la libertad de elegir si quiero o no publicar algo que siento, que me pasa o que opino. Libertad que va de la mano con poder poner los huevos sobre la mesa cuando eso que siento, que me pasa o que opino y que expongo pú-bli-ca-men-te genere reacciones que puedan no gustarme.

Desde la desaprobación porque a los lectores no les pareció bien escrito o lo suficientemente interesante, hasta porque lo que haya expuesto les haga pensar (y sobre todo, decir) que soy un pelotudo importante, un misógino o un imbécil.

Si yo no pudiera tolerar las puteadas, las descalificaciones, los verdugueos, las opiniones disidentes y hasta los “abandonos”, tengo un arma secreta infalible para contrarrestar el dolor que podrían provocarme esos comentarios de los lectores:

No hago pú-bli-co lo que pienso, siento u opino. Y listo. Fácil, no?

Y si no quiero que me carguen con la panza, pues subo fotos siempre con la remera puesta. Y si no soporto que se meen de la risa con mi pose de físico culturista, pues simplemente subo fotos en las que esté leyendo un libro. O no subo fotos. O las subo sólo en mi página per-so-nal, que por definición, no es pú-bli-ca.

No me expongo, no pago las consecuencias. Y listo. Igual de fácil, no?

No es la primera vez que hago chistes en los que el remate es que tal vez me esté volviendo (y me cito) “un viejo trolo”.

Y algo maravilloso pasó en cada oportunidad.

Todos, los “viejos”, los “trolos” y hasta los “viejos trolos” se cagaron de risa. Ninguno sintió que yo bregaba por quemarlos en la hoguera o por marcarles el DNI con la leyenda “ciudadano de segunda”. Y ningún supremacista moral vino a comentar que yo era un “gerontofóbico homofóbico”.

Eso, mis queridos lectores, es naturalizar. Eso, mis queridos lectores, es vivir en sociedad. Poder distinguir cuando alguien desprecia y aísla de la sociedad a otro por su edad o por su orientación sexual de cuando ese alguien sólo está haciendo un “puto” chiste.

Estoy repodrido de este mundo de cristal que parece que va a quebrarse ante el mínimo comentario agudo que pueda hacerse. Harto de los supremacistas morales apuntando con el dedo a diestra y siniestra denunciando discriminación hasta cuando separo la paja del trigo para hacer pan. Con los huevos al plato de los “tolerantes” que sólo toleran aquello con lo que estén de acuerdo.

Así que vuelvo a convocarlos:

Vení rodando, gorda. Y vos, cuatrochi, ajustá los binoculares y sumate. Pelado, ponete una gorra, decile a tu amigo que nariganada y acérquense los dos al fogón. Mariposa, vos vení a los saltitos de la mano del trabuco, pero asegurate que lo estés agarrando de la mano para no tentarte. Chicas, ustedes también, que no es fiesta hasta que haya tortas. Enano, pasá por debajo de la puerta y entrá a la fiesta. Gallego, largá la calculadora que el ruso te puede decir cuánto es dos más dos porque está todo el día contando las monedas.

Vengan todos, los invito a esta juerga en la que nos vamos a cagar de risa de este viejo choto,

que como ya no se le para como antes,

le dio por escribir…

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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.

El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.

Esta primera entrega es una selección de 60 monólogos, entre los cuales el lector encontrará algunos extractados del blog y otros absolutamente inéditos, para zambullirnos en el caos de afectos que nos embargan cotidianamente en este pasaje de ida sin regreso que es la Vida.

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