MONÓLOGOS DE UN HOMBRE CUALQUIERA

24-09-2021

Cuando nadie me ve

Cuando nadie me ve

Que con tanta gracia las repito, mas que otro me las diga no permito.

Cyrano de Bergerac, acerca de las rimas sobre su gran nariz.

El mundo cambia y hoy tenemos un escenario muy diferente del que teníamos años atrás. Y uno de los hechos más llamativos es esto de compartir públicamente eventos de nuestra vida, habilidades, creaciones y opiniones que antes estaban circunscriptas al ámbito privado.

Digo… nadie salía a la calle a mostrarle al mundo fotos de sus vacaciones o qué tan sexy se veía en traje de baño. Mucho menos qué tan seductor podía verse en boxers de seda o cuán erótica podía resultar con portaligas y tacos.

Tampoco nadie andaba con una cámara fotográfica en la cartera de la dama o el bolsillo del caballero. Y sacar pilas de fotos costaba una fortuna en rollos y revelado.

Todas trabas que desaparecieron con la conjunción de la aparición de internet, las redes sociales y los celulares capaces de sacar fotos y filmar videos.

De repente, en pocos años y a una velocidad vertiginosa, el mundo se abrió a nuestros pies y todos pudimos ser estrellas de cine, como decía mi hija mayor querer ser cuando fuera grande.

Tanto nos la creímos que mucha gente aún hoy postea lo que desayunó a la mañana, aunque sólo haya sido un café con leche con una tostada. Algo que, en principio, ni a la madre de “la estrella” puede realmente importarle.

Pero tanto nos la creímos que hay quienes sí aplauden, likes mediante, el evento sin igual de comerse una tostada “pochada” en café con leche.

Y así, casi sin querer, salimos a buscar la aprobación “del mundo” para alimentar algo imposible de hacer crecer desde afuera: la autoestima.

Y para poder comprobar que somos maravillosos, únicos y especiales. Algo que este mundo maravilloso no se cansa de repetirnos.

Pero al mismo tiempo que una madre le dice a su hijo cuán hermoso se ve en la foto o cuán sexy luce su hija, otros son un poco más sinceros y comentan cuán feo es “el galán” o qué tan ridícula les parece la pose de “la diva”. Y ahí se pudre todo.

Cuando uno va al teatro a ver una obra en la cual actores “se exponen” en un escenario, aplaude si le gustó y abuchea si le pareció una mierda. Y a nadie se le ocurre decir que es falta de empatía desaprobar, ya sea no aplaudiendo, yéndose antes de que termine o “tirando tomates” al momento de concluir el espectáculo.

Es tan natural el aplauso espontáneo, ponerse de pie y gritar alentando cuando el espectador se siente colmado de placer, como abuchear o irse antes cuando siente que la está pasando mal.

Sin embargo, junto con la naturalización de mostrarse al mundo vino el problema del daño a la autoestima cuando ese mundo no me da lo que esperaba de él, ni hablar si además me critica.

Y entonces, en esta época tan rica en “empatía” surgen magníficas ideas como censurar y hasta penalizar legalmente a ese desgraciado e impiadoso mundo que nos sopapea con su opinión que, aceptémoslo, salimos a buscar sin que nadie nos obligara.

O brillantes propuestas como ocultar los likes para que cuando son pocos los que nos levantaron el pulgar, “el mundo” no vea nuestro “fracaso”.

Y mientras tanto seguimos repitiéndonos incansablemente que somos maravillosos, únicos y especiales.

Desde mi punto de vista, todas idioteces que sólo sirven para seguir construyendo una sociedad cada vez frágil, cada vez menos capacitada para, justamente, vivir en sociedad.

Ya que me parece que lo que hay que hacer es dejar de buscar la autoestima en el lugar equivocado.

Y sobre todo, dejar de creer que autoestima es autoconverse de cuán maravilloso, único y especial sos.

Y la única manera para lograrlo, es construirla cuando nadie me ve, cuando no hay más público que yo, cuando nadie más que yo verá la obra que voy a desplegar.

Cuando nadie me ve es cuando me subo al escenario completamente entregado a mi público más piadoso y a la vez más crítico: yo mismo.

Cuando nadie me ve es el único momento en el que puedo verme desnudo, descarnadamente expuesto.

Y lo maravilloso de esa desnudez es que no necesito que mis hijas me digan cuán buen padre soy. No me hace falta que un amigo me recuerde la increíble fuerza que tengo para enfrentar las tormentas de la vida. Ni que sea una mujer la que reconozca qué tan buen compañero soy y cuánto puedo dar cuando amo. Todo eso lo sé. Lo veo sobre el escenario.

Y como no hay nadie que pueda tildarme de pedante, lo disfruto en silencio.

Así como tampoco necesito que el mundo me diga cuán gorila, machista y soberbio soy. Puedo enfrentarme a las cosas “gorilas” que puedan haber dentro de mi ideología social, cuántos resabios machistas puedan quedar en mi visión de la relación con las mujeres o cuán soberbio puedo ser cuando me siento atacado, incluso cuánto puedo serlo en ocasiones en los que no hay motivo que pueda esgrimirse para justificarlo. Todo esto también lo sé. También está bajo las luces del escenario.

Y como no hay nadie que pueda engañarme y decirme que soy perfecto, lo padezco en silencio.

Cuando nadie me ve es cuando me encuentro con cada una de mis mejores virtudes y con mis peores miserias.

Y son esas virtudes las que suman autoestima y esas miserias las que restan.

Y lo que queda es, nada más ni nada menos, que quien realmente soy.

Y por eso, si escribo una nota y alguien “del mundo” me dice “genio” como modo de aplauso, no me la creo. Recibo el halago, me siento bien con él, pero no me la creo. Porque no soy un genio.

Y si alguien me dice que le parezco buen padre, sólo sonrío. Porque lo soy.

Pero, y acá viene lo mejor, cuando alguien me dice “machista” sé perfectamente qué tanto puedo defenderme de esa crítica y qué tanto no.

Cuando algún “mundo” me dice que soy un soberbio de mierda, puedo pedir perdón si creo que lo amerita, o redoblar la apuesta si me enojó tanto la opinión que despertó ese monstruo en mí. Y, feliz de la vida, pido disculpas o libero al Kraken sin titubear según corresponda.

Pero como nadie me conoce mejor que yo mismo, cualquiera sea el comentario o la opinión, no altera mi autopercepción. No voy a creerme mejor de lo que soy porque alguien me halague ni peor porque alguien me critique.

Y “no me entran balas” cuando me disparan porque cuando nadie me veía, fui yo quien me llenó de plomo y acepté convivir con eso.

La autoestima no se construye engrupiéndonos con que somos maravillosos, únicos y especiales. Se construye sabiendo quiénes somos, de qué somos capaces y de qué no. Qué virtudes tenemos y qué miserias arrastramos.

La autoestima se construye sólida, imbatible, cuando nos animamos a vernos desnudos, cuando nos subimos al escenario en esos momentos en los que nadie nos ve.

Y si cuando nadie me ve, no salgo bien parado de esas sumas de virtudes y restas de defectos, pues veré que puedo mejorar antes de salir a escena.

Pero si cuando nadie me ve me siento realmente bien con lo que encuentro, pues no habrá escenario que me intimide y haré salsa con los tomates que pueda tirarme el mundo cuando no le guste cómo luzco en boxers de seda.

Y eso es, en mi poco modesta opinión, de lo que la autoestima se trata.

Porque con tanta gracia repito las rimas sobre mi gran nariz, que hasta disfruto de las que pueda hacer otro poeta y río con él.

Y si alguien me preguntara a qué aspiro, le diría que no necesito ser maravilloso, ni único ni especial.

Porque ante todo me sé humano y por eso,

me alcanza y me sobra

con ser un hombre cualquiera…

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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.

El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.

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