21-01-2017
Eso no es volar, es estilo para caer.
Woody a Buzz Lightyear, en Toy Story
Lo dimos todo. Absolutamente todo. Le pusimos el alma, nos entregamos por completo, dimos lo mejor de nosotros. Nos esforzamos hasta el límite de lo humano. Y de todas formas no funcionó.
Y nos quedamos preguntándonos por qué fracasamos, qué hicimos mal, en qué fallamos. Dejamos que la autoestima caiga por el piso y vamos por ahí con la mirada perdida.
Tenía 19 años. Me decían “Cachorro” porque era el empleado más joven de la sucursal 22 del Banco de Italia, para la cual atajaba en el Campeonato intrabancario.
Era bueno. Muy bueno. Pero además era un payaso. Descolgaba pelotas con una mano, volaba aún en remates que no lo ameritaban, salía al área grande, me revolcaba entre los pies de todos para quedarme con la pelota.
Y tenía mis fans. Chicos que, sin ser familiares ni amigos de nadie de mi sucursal, venían a entretenerse viéndome hacer mis payasadas.
Mi ego, de parabienes. Una época de gloria, de aplausos, de ovaciones. De escuchar a nenes llamar a sus amiguitos diciéndoles “vení Diego, que juega el Cachorro”.
…
Aquella tarde que jamás voy a olvidar, el resultado del partido iba a definir qué equipo sería el campeón de ese año. Teníamos la obligación de ganar. A la sucursal rival le alcanzaba con empatar para ser ellos los consagrados. Sobre el final del partido ganábamos por un gol de diferencia. Unos minutos más… sólo unos minutos más.
En lo que sería la última jugada del partido, un tipo logra desmarcarse y recibir un pase que lo dejó casi en el área chica, con pelota dominada. Y conmigo, a sólo dos metros de él, como único escollo en su camino al triunfo.
Lo que sigue son segundos, sólo segundos.
La pasó de pierna y metió un zapallazo a media altura, sobre mi derecha.
Reaccioné y me doblé en el aire, estirando ambas manos en busca de la pelota.
Paren. Congelen la imagen.
Porque así la tengo grabada. Como un instante en que todo estaba detenido en el tiempo. La cara del tipo, mis reflejos, mi cuerpo arqueado en el aire con las manos alcanzando la pelota. Los gritos de “goool” mezclados con los de “geniooo” de ambas hinchadas…
La atajé. Impensable. Casi imposible. Pero ahí estaba yo en el aire con la pelota entre mis manos, consagrándonos, consagrándome…
Vamos con la cámara lenta…
Caí con la pelota atrapada entre mis manos, totalmente controlada. Pero mi mano derecha golpeó contra una piedra chiquita, con tanta mala suerte que –por reflejo al dolor– se abrió y la pelota rodó…
El tipo sólo tuvo que empujarla para que entrara.
Tirado en el piso y con la cabeza torcida hacia atrás, veía como se me iba la gloria de entre las manos, así, en cámara lenta.
Pongan play de nuevo…
Los compañeros gritaron de alegría junto a la hinchada que ahora sí se oía clarito, sin mezclas. Él no lo gritó. El tipo no era un cachorro, era un tigre adulto, de unos cuarenta y tantos años. Un tigre que sabía por lo que yo estaba pasando. Miró mis ojos llenos de lágrimas y puso sus palmas hacia arriba con los brazos entreabiertos como diciéndome “tenía que hacerlo”.
Se acercó y me ayudó a levantarme. Una vez que me hube parado, me soltó la mano y me aplaudió. Nunca imaginé que se podía recibir una ovación al momento de estar perdiendo un partido y mucho menos un campeonato. Pero así fue.
Las lágrimas fueron más, pero diferentes, muy diferentes.
Lo abracé. Y la ovación subió de volumen.
El resto es historia. Camisetas intercambiadas, copas y medallas recibidas, asado, vino y comentarios de la espectacular atajada y la lástima por la “casi” consagración.
Lo que ese tigre viejo nunca supo es cuánto me enseñó ese día…
Porque aprendí que lo que importa es lo que uno da, cuánto se juega, qué tan comprometido está, qué tanto nos estiramos para “atajar” la vida. Y que el resto no depende de nosotros. Que en el camino puede haber piedras que te caguen un partido. Incluso algún campeonato.
Aprendí que te puede tocar perder, pero que no existe el fracaso cuando le pusiste el alma.
Porque el verdadero éxito en la vida no es nada más,
ni nada menos,
que dejarlo todo en la cancha...
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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.
El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.
Esta primera entrega es una selección de 60 monólogos, entre los cuales el lector encontrará algunos extractados del blog y otros absolutamente inéditos, para zambullirnos en el caos de afectos que nos embargan cotidianamente en este pasaje de ida sin regreso que es la Vida.