MONÓLOGOS DE UN HOMBRE CUALQUIERA

17-07-2020

Días de gloria

Dias de gloria

El éxito consiste en ir de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo.

Winston Churchill

Siempre pensé que jamás pretendería que mi pareja firmara un acuerdo prenupcial.

Sabina decía que se había movido toda la vida dentro de la bipolaridad que existe entre tener una cabeza pesimista y un corazón optimista.

Por eso por un lado, a la brutal lógica que tendría firmarlo no hay con qué darle, habida cuenta de la cantidad de matrimonios que cuando se separan se transforman en enemigos.

Pero por el otro, si quisiera que lo firmara, estaría contemplando la posibilidad de separarme y, además, estaría casándome con una persona a la que creo capaz de transformarse en una mierda si las cosas no funcionaran.

Y para empezar así…

Tuve novias que finalmente no fueron. Me casé y años después me separé. Formé familia con una segunda mujer y también me separé después de unos años.

Y hasta tuve que algo que terminó antes de empezar y por el motivo menos pensado.

Tuve una empresa maderera y fundí. Participé en una sociedad con un matrimonio fabricando ropa de mujer y terminamos muy mal.

Manejé un pub del que uno de los dueños me echó.

Durante los años que llevo de vida, incontables veces “las cosas” terminaron mal, desde las más gruesas, como las que acabo de enumerar, hasta las pavadas más grandes, pero en las cuales tenía puesta alguna forma de esperanza.

Y hasta vi de cerca a la parca en tres oportunidades de mi vida. Bien de cerca en una de ellas.

Pequeños y grandes “fracasos” que me recordaban cada vez lo mismo: no siempre las cosas terminan como uno quisiera. En muchas incluso, ese final está en las antípodas de nuestro deseo. Y en el caso de mis encuentros cercanos con la muerte, el recordatorio era bastante más fuerte: cualquier día es tan bueno para morir como cualquier otro.

Hace poco, bien poco, en mi primera “escapada” de la cuarentena, iba por la Panamericana rumbo a la casa de mi amigo cuando un idiota que venía a toda velocidad, comienza a dar trompos, rebota contra el guard rail y viene directo hacia mí.

Todavía no logro recordar si frené un toque, lo dejé pasar por delante y volanteé después o aceleré, volanteé antes y lo esquivé dejándolo pasar por detrás. Así de pocos fueron los segundos que duró todo este nuevo recordatorio que cualquier día algo puede salir realmente mal. Definitivamente mal.

Cada vez que íbamos a pescar con Judy, mi segunda mujer, ni bien había armado las cañas y antes de tirar la línea por primera vez, gritaba: “Hoy va a ser un glorioso día de pesca!”. Algo que ya conté alguna vez con motivo de otra nota.

Y creo que esa vez también conté que fueron muchísimos los días que terminaron siendo un perfecto día de mierda. Sin pescar nada de nada. A veces sin siquiera la emoción del pique. Y otras aún peor, sabiendo que los peces eran tan chiquitos que a los 10 minutos de haber lanzado, ya no habría carnada que atrajera a otros más grandes. Con lo cual, ya no quedaba ni la esperanza del pique.

Pero cada vez, todas las veces, nuestros días de pesca comenzaban con mi grito de guerra, proferido a voz en cuello, parado como un espartano frente al río, para después girar y sonreírle a mi mujer antes de bajar por la pendiente que me llevaba a la orilla.

Cuando hoy voy a pescar solo, salvo el girar, hago toda la rutina, incluido el sonreír. Algo que la última vez que fui a Uruguay en vacaciones repetí todos los 21 días que pasaron hasta que logré que no fuera un día de mierda en el cual sólo sacaba pirañas y me di una fiesta de bogas que, ya de regreso en Buenos Aires, hice a la parrilla y compartí con mis hijas.

Todas las mañanas, cuando me levanto, un silencioso grito espartano que anuncia que será un glorioso día de vida resuena en mi pecho. Todos los días encaro la vida con la misma certeza con la que me casé con mi primera mujer, con la que formé familia con la segunda y con la cual me arriesgué con esa que no fue.

Todos los días, ese grito de guerra que nadie escucha y que doy parado como un espartano mientras me sirvo el café, encaro mi vida con la misma certeza con la cual encaré la empresa maderera, la sociedad con el matrimonio y mi laburo como encargado de pub.

Y no le pido a la vida que me firme alguna forma de acuerdo prenupcial que me proteja en los momentos de mierda.

Porque todos los días puede que algo salga mal, que algo fracase, incluso que muera.

Pero todos los días puede que ése sea uno de los gloriosos.

Y como dice el personaje de Al Pacino en Perfume de mujer, no hay nada más doloroso que tener el espíritu amputado, porque no existen prótesis para ello.

Y no sé ustedes, pero en lo que a mí respecta, jamás voy a permitir que algo en esta vida,

por más jodido que sea,

logre amputar mi espíritu espartano…

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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.

El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.

Esta primera entrega es una selección de 60 monólogos, entre los cuales el lector encontrará algunos extractados del blog y otros absolutamente inéditos, para zambullirnos en el caos de afectos que nos embargan cotidianamente en este pasaje de ida sin regreso que es la Vida.

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