MONÓLOGOS DE UN HOMBRE CUALQUIERA

30-01-2023

Cuestión de honor

Cuestion de honor

Lo mismo da la victoria que hacer gloriosa la derrota.

Ramón María del Valle-Inclán

Dicen que cuando dos lobos pelean, aquél que va perdiendo se echa al suelo y expone su cuello, entregado por completo a la mordida final del otro. Pero el lobo en pie no lo mata. Acepta la rendición y le perdona la vida. Porque es una cuestión de honor.

Siempre le pareció una barbaridad que se pretendiera tildar de eco amigable a la pesca deportiva. Odiaba que la supuesta evolución del ser humano hiciera de él un salvaje ante los ojos de aquellos que lastiman a los peces y les hacen pasar un mal rato tan sólo para divertirse. Eso le parecía de bárbaros. Eso le resultaba cruel, insensible, innecesario.

Él comía lo que pescaba. Y la cabeza, las tripas y la cola volvían al agua, a ser alimento de otros peces. Incluso los mataba al instante. Porque sabía que la agonía de ese ser no le daría mejor sabor a la hora de cocinarlo.

Esa tarde reflexionaba una vez más sobre el tema mientras, sentado en una reposera sobre el muelle, controlaba de reojo la boya que permanecía casi inmóvil en el agua, si no fuera por los pequeños vaivenes que la brisa provocaba sobre el río.

“Estúpidos! Eco amigable las pelotas…”, masculló.

Llevaba algunas horas en paciente espera, con la cara al sol del ocaso, en somnoliente vigilia, mientras se cebaba algún mate de tanto en tanto.

Sabía qué quería. Había llegado a ver el lomo del tremendo pez que había causado el revuelo de aquellas mojarritas que lograron escapar de su voracidad en el furtivo ataque que un rato antes había tenido lugar ahí nomás, a metros de donde su boya flotaba.

Esa bestia sería mucho más que alimento. Sería historia para contar mientras picara la cebolla, el morrón y el ajo para hacer de la presa un exquisito manjar después de asarlo a la parrilla. Sería tiempo compartido con aquellos que quiere, sería alimento para el alma.

Los ojos achinados apenas lograban separar la boya del reflejo que el sol dibujaba sobre el agua, mientras unos metros más allá, un “Martín pescador” no se decidía a comer un pez muerto que flotaba en el río.

Sólo podía escucharse el sonido de las hojas de los árboles acariciadas por el viento y algún que otro pájaro que daba el presente piando cada tanto.

La creciente del río, tenue pero constante, hacía las veces de cinta transportadora de los eventuales camalotes que se soltaban de la costa.

Después de un rato de letárgica espera la brisa se detuvo y una calma chicha fue el presagio de la tormentosa pelea que unos instantes después tendría lugar.

La boya parpadeó un par de veces y en un furioso zigzag se dio a la fuga hacia aguas más profundas. La caña se arqueó y besó el río por un instante, antes del dar el primer chicotazo producto del salto del dorado.

Dejó caer el mate, tomó la caña y dio el tirón que aseguraría la presa.

Fue el comienzo de una lucha de titanes. En el agua, un dorado adulto, poderoso, decidido a escapar de la trampa. Y en tierra, un hombre que no dejaría ir el sueño que había fantaseado unas horas antes.

El animal saltaba fuera del agua y se sacudía con violencia en el aire. El hombre mantenía un constante tire y afloje buscando cansar a la bestia.

Debajo de un aspecto calmo la adrenalina le aceleraba el pulso bombeando la energía para sostener la lucha que el incansable pez daba.

Cada vez que parecía que el combate estaba terminado, el dorado recobraba fuerzas y volvía a saltar, arqueándose con furia, sacudiendo la cabeza, para luego hundirse en el agua y tironear con inusitado ímpetu.

Más de una hora de idas y venidas, de tires y aflojes, de sacudones en el aire, hicieron que los saltos del gran pez, que al comenzar la lucha llegaban hasta los tres metros, apenas despegaran del agua.

Y sólo después de casi media hora más de contienda el trabajo del hombre comenzó a dar resultado. Y pudo recoger la tanza y traer al enorme animal hacia el muelle.

Aun exhausto, el dorado no dejaba de pelear y buscaba huir del anzuelo que lo arrastraba a una muerte segura.

Finalmente se entregó. “Panceó”, como dicen los pescadores. Y quedó de lado, flotando, totalmente expuesto.

El hombre estaba casi tan agotado como el pez y jadeaba tratando de recuperar el aire.

Finalmente tendría una historia para contar mientras picara la cebolla, el morrón y el ajo. Tendría las risas compartidas por la forma pomposa en que la contaría. Tendría el alimento emocional que su alma reclamaba…

“Cualquiera que dé semejante pelea merece vivir” fue la frase que en otro contexto había escuchado tiempo atrás. Y que ahora se le hacía presente durante el tiempo en que hombre y bestia parecían contemplarse mutuamente.

Uno de pie, mirando desde arriba a su oponente, tirado sobre el muelle. Y otro, vencido, en espera de la estocada final que el cuchillo en el cinto del hombre anunciaba en silencio.

–Voy a ser “eco amigable”, ironizó en voz alta.

Habían sido dos lobos en una encarnizada lucha.

Por eso lo soltó.

Porque sintió que esta vez, dejarlo libre, era una cuestión de honor.

Y porque de todas formas tendría,

el alimento que buscaba

con una historia para contar…

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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.

El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.

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