MONÓLOGOS DE UN HOMBRE CUALQUIERA

07-05-2020

Tiempos difíciles

Tiempos dificiles

Mejor pues que renuncie quien no pueda unir su horizonte a la subjetividad de la época.

Jacques Lacan

Lacan era un jodido retorcido que podía generar frases como la del epígrafe, que a pesar de ser críptica, o justamente por eso, tiene más de una interpretación y aplicación posibles.

Tan es así que me fue muy difícil decidir sobre qué tema escribir entre los que disparó el post al momento de leerlo.

Pero finalmente me decidí y, quien les dice, tal vez hasta me anime a contradecir un poco al psicoanalista francés. Total, aquél que lo haya leído sabe que el tipo era un genio, pero la soberbia le brotaba por los poros.

Y yo de genio no tengo nada… pero digamos que soy audaz, que suena mejor que soberbio.

A los bifes...

Cualquiera que haya leído más de una de mis notas sabe que soy un enamorado de la realidad. Y es en ese punto en el que la frase de Lacan me parece una genialidad.

Porque si no vas a aceptar la realidad que te toca, pues mejor renunciá. Pelearte con la subjetividad de la época que te toque vivir es gastar pólvora en chimango, como decía mi abuelo.

Y sin pólvora no se puede vivir. Sin energía, sólo te queda el abandono a un mismo tono de gris constante en espera de la muerte, ésa que llega mucho antes que el deceso si uno decide colgar los guantes.

Para los inicios del año 2000 mi vida era un Coliseo romano, con más piedras desparramadas y hasta perdidas que las que quedaban en pie.

Dos años atrás había comenzado, un mediodía cualquiera de julio, una serie de sistemáticos golpes que la vida me prodigó sin darme tiempo a pararme entre uno y otro.

Se rompió el servidor de mi empresa y perdí un montón de trabajos que tuve que reponer a costa de días interminables de laburo y mucho dinero, la madre de mis hijas se dejó la tarjeta de crédito en el cajero automático y alguien la levantó y en sólo dos días de compras que hizo me hundió en deudas que tuve que pagar durante un año y un cliente me colgó con el pago de seis meses de trabajo, dándome a cambio una pila de cheques inútiles por la fecha para la que estaban hechos.

El banco anuló mi tarjeta, restringió mi crédito y finalmente, terminó cerrando mi cuenta.

Cualquier horizonte económico en el que tuviera puesta la vista quedó absolutamente desdibujado hasta difuminarse por completo entre los nubarrones de estos complementarios golpes. Nubarrones que sólo serían la antesala de una tormenta que duró unos años.

“La especie que sobrevive no es la más fuerte ni la más inteligente, sino la que se adapta mejor a los cambios” era la frase de Darwin que me repetía como un mantra para tener algún punto de apoyo en esos tiempos en que todo temblaba bajo mis pies.

Mi matrimonio, que arrastraba problemas desde hacía bastante tiempo, se deterioró a tal punto que los primeros días de enero de 2000 me encontraron durmiendo en un colchón tirado en el piso de mi oficina.

Todos y cada uno de mis planes puestos en mi horizonte se derrumbaban y estallaban contra el piso, repartiendo esquirlas y levantando una polvareda que ocultaba la salida y no me permitía pensar con claridad.

Mi familia, mi mujer, mis hijas, mi empresa, mi pasión por todo eso tenía que ser redefinida acorde a esta nueva subjetividad de la época que estaba tocándome vivir.

Tenía que ajustar mi horizonte o renunciar.

Y renunciar era un verbo que jamás había conjugado en mi vida.

No fue fácil pasar de acostarme en mi cama matrimonial a hacerlo en un colchón prestado que apenas me separaba del piso.

No fue fácil pasar de acostar a mis hijas en las camitas de su cuarto a tirarles dos colchoncitos a mi lado.

No fue nada fácil ir desarmando mi empresa para ir armando un hogar. Ni mantener la independencia que me daba mi trabajo para poder tener tiempo para mis hijas.

Tampoco fue fácil conocer a una circunstancial mujer y tener que explicarle que sólo podía invitarle un café. Ni hablar de lo tenso de tener que proponer intimar sobre un colchón tirado en el piso de una oficina.

De hecho, hubo una mujer que siempre significó mucho en mi vida, a la cual le planteé mis ganas y mi declinación a proponerlo al mismo tiempo, antes de que ella pudiera emitir opinión al respecto. Tan así era la vergüenza que por momentos sentía.

No, nada fue fácil. Vender el auto, comer poco, llevar adelante una casa a la que le faltaban cosas tan elementales como un lavarropas, con dos hijas pequeñas que atender.

Llevar a una al jardín, a la otra al primario, ir de súper en súper buscando ofertas…

Nade de eso fue sencillo.

Pero era la subjetividad de esa época y había que ajustar el horizonte.

Y acá es donde me peleé un poco con esa realidad. En este punto es donde me pasé por las bolas la frase del Maestro sucesor de Freud.

Porque la época podía ser todo lo desgraciada que quisiera, pero yo no dejé de crear, de reír, de cantar, de compartir momentos con mis hijas, de insistir en trabajar por mi cuenta para poder estar, para ir a cuanta reunión de padres hubiera, para ser uno de los padres que iban a las excursiones, para participar en la Cooperadora del colegio.

Porque había cosas en mi horizonte que no estaba dispuesto a ajustar, fuera cual fuera la realidad de esa época.

Lacan seguramente diría que en realidad, todo eso formó parte del ajuste. A mí me gusta más pensar que fui todo lo rebelde que pude, cagándome en todo lo que se derrumbaba alrededor para sostener las columnas que no estaba dispuesto a dejar que cayeran.

Mis hijas, mis amigos, mi familia, mis ganas de vivir…

Sufrí? Por supuesto. Lloré a mares más de una vez. Puteé al cielo otras tantas.

Pero jamás renuncié. No sin primero pelearme un rato con la realidad, pero terminé aceptando la subjetividad de la época que me tocaba vivir. Y ajusté mi horizonte a ella.

Porque alguna vez en mi vida ya había aceptado que hay muchas cosas que no puedo controlar. Y a cambio de esa aceptación, decidí que iba a controlar todas las que sí pudiera.

Por eso comí menos y bajé de peso. Pero canté a voz en cuello y me empaché el alma.

Por eso despedacé una empresa y me descapitalicé vendiendo todo. Pero fabriqué un hogar para mis hijas sobre esas ruinas y me hice rico.

Por eso lloré hasta quedar sin lágrimas. Pero reí hasta hacerlas brotar de nuevo…

Tal vez se trate de eso.

Quizá, cuando la subjetividad de la época resulta ser una mierda, haya que ajustar el horizonte.

Porque como puede inferirse de la frase del genio soberbio, más vale que unas tu horizonte a la subjetividad de la época si no querés renunciar.

Pero permitan mi audacia al aconsejarles que ajusten sólo lo necesario. El resto, no.

Porque fue el ajuste lo que me permitió navegar en la tormenta.

Pero fue el resto,

con su intenso aroma a vida,

lo que me dio la fuerza para lograr atravesarla…

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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.

El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.

Esta primera entrega es una selección de 60 monólogos, entre los cuales el lector encontrará algunos extractados del blog y otros absolutamente inéditos, para zambullirnos en el caos de afectos que nos embargan cotidianamente en este pasaje de ida sin regreso que es la Vida.

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