MONÓLOGOS DE UN HOMBRE CUALQUIERA

30-04-2020

Pasión desenfrenada

Pasion desenfrenada

Usted no sabe el desorden de emociones que me provoca su sonrisa.

Julio Cortázar

Esa noche, como todas, tomaban un café antes de subir a clases en el bar de la galería en la cual se encontraban las Facultades de Psicología, Psicopedagogía y de Análisis de Sistemas, cuando a través del pasillo pudieron escucharse los tacos de una mujer acercándose...

–“Eso” que viene ahí tiene buenas piernas –dijo el tipo acerca de una mujer que se acercaba a sus espaldas.
–Cómo sabés? Si no la estás mirando…
–Por cómo suenan los tacos –sentenció.
–Andá… –lo interpeló el amigo.
–Creelo o no. Se puede aprender a distinguir el sonido que hacen los tacos cuando la mina que los porta tiene buenas gambas –aseguró el tipo.

Finalmente “eso” rebasó la mesa y el tipo pudo desplegar una fanfarrona sonrisa mientras ambos seguían con la mirada a las espectaculares piernas que esta mujer dejaba ver por debajo de su minifalda.

Torneadas, sólidas y con un cierto brillo que no quedaba claro si estaba en las piernas o en los ojos del que miraba, esas piernas remataban en un par de turgentes glúteos que podían adivinarse por debajo de la corta pollera.

Y que daban lugar a una ceñida cintura que hacía las veces de palier de la exquisita espalda que el escote trasero de su blusa enmarcaba.

–Qué lindo animal –dijo el fanfarrón.

Y ella no pudo contener la risa al escucharlo.

Giró sobre sus talones con la gracia de una bailarina exótica y mirándolo a los ojos, le dijo:
–Me han dicho cosas, pero animal…
–Es que condensa el “bestia” y el “potra” con el tipo de deseo que me provoca mirarte –contestó sonriendo desde su silla.

Ella frunció los labios desplegando una sonrisa seductora, giró y siguió su camino…

–Estudiás acá? –casi gritó el tipo, en un intento desesperado por retenerla.

Torció la cabeza sin dejar de caminar.
–Psicopedagogía –dejo caer tras de sí.

Tomaban café al día siguiente –en esa rutina diaria antes de subir a clases– cuando el amigo comenzó a levantar las cejas y cabecear suavemente.

El tipo lo miró y puso cara de no entender qué le pasaba hasta que sintió el golpecito de dos dedos sobre su hombro derecho.
–Hola –dijo ella.
Tardó un par de segundos en reaccionar, algo que aprovechó para sacudir la cabeza como despejándose del embrujo antes de contestar.
–Hola, hermoso animal.
–Sólo quería saludarte –dijo ella.
Frunció los labios como el día anterior y siguió su camino.

El tipo giró la cabeza hacia su amigo, que se reía de la cara de desconcierto con la que lo había dejado aquella mujer.

–Boludo… me voy –dijo, mientras en el mismo acto se paraba, metía la mano al bolsillo y dejaba su guita para que el amigo pagara el café.

Para cuando el tipo comenzó a caminar para ir tras ella, el codo que la galería hacía unos metros más adelante hizo que esa espectacular figura desapareciera de su vista.

Apuró el paso hasta esa esquina hasta el punto de correr. Y cuando giró a la izquierda se encontró con ella apoyada en la vidriera de un negocio ya a esas horas cerrado.

Ambos estallaron en una carcajada que rápidamente mutó a besos, con ella apretada por él contra la vidriera, en un refriegue mutuo que en segundos había subido de tono a tal punto que agitados despegaron sus bocas y se quedaron mirándose por unos instantes, mientras hacían esfuerzos por recuperar el aliento.

–Marcela –suspiró ella.
–Adrián –dijo el tipo en un tono de voz casi inaudible. Y agrego: –A qué hora salís?
–Diez y media.

Acto seguido ella puso sus manos sobre el pecho de él, separándolo suavemente de ella, y emprendió su camino al segundo piso del edificio.

Cuando él volvió a la mesa, el amigo sonreía con cara inquisidora.
–No… no querés saber –dijo el tipo.
Y ambos subieron en silencio al primer piso.

Diez y veinte de la noche el tipo ya estaba al pie de la escalera. Y unos minutos después bajaba ella sonriendo suave, pícara, cómplice.

El pelo negro azabache bailaba al compás de cada escalón alternando entre ocultar y dejar ver sus oscuros ojos, que ella mantenía clavados en la mirada de él.

La tomó de la mano y dejaron la facultad caminando hacia el hotel que a unas cuadras había.

Ya en la habitación volvieron los besos, el refriegue, el aliento agitado de él y los pequeños espasmos que ella daba con cada mordida en el cuello.

El tipo separó lentamente su boca de la de ella y la tomó por la cintura, haciendo resbalar sus manos hacia arriba para quitarle blusa.

Ella hizo un ligero paso atrás y agachando apenas la cabeza y levantando la mirada para mirarlo a los ojos con cierto pudor, dijo en voz muy suave:
–No sé si puedo seguir jugando a la Mata Hari. Quiero estar con vos, pero quiero poder ser yo, la que también tiene sus cosas fofas.

El tipo sonrió con ternura, la tomó de la mano y se sentaron en la cama, con las espaldas contra el respaldo.

Acarició su pelo, rozó su mejilla con la mano, la tomó muy suavemente por la nuca y apoyó apenas sus labios contra los de ella.
–No tenés que ser una Mata Hari, no hace falta. Nada me gusta más que quieras ser vos. Por qué te exigís así?

Y así comenzó una charla que mantuvieron por un buen rato con él sentado contra el respaldo y ella semiacostada con la cabeza sobre su pecho y rodeada por el brazo izquierdo de él.

Cada tanto ella levantaba la vista y buscaba la mirada de él. Una mirada que en todo momento encontraba, enmarcada en esa mueca que él hacía con la comisura izquierda de sus labios cuando quería transmitir cariño.

En el algún momento, ella levantó la mirada pero para buscar la boca de él.

En algún momento fueron quitándose la ropa.

En algún momento se encontraron intimando en medio de una lenta pasión, de un sopor de nubes que los envolvió por un par de horas, para dejarlos exhaustos, desnudos en cuerpo y alma, trazando una diagonal en esa cama que había sido testigo mudo de un encuentro por completo inesperado.

Habían ido a “matarse”, a partirse la boca, a arrancarse la ropa y revolcarse en la cama.

Habían ido a coger.

Y esos dos desconocidos, casi sin querer, terminaron haciendo el amor como si entre ellos mediara semejante afecto.

Ninguno de los dos imaginó ni por uno de los momentos previos que terminarían viviendo una suerte de avant première de lo que es amar en la cama, de lo que se siente cuando la lujuria se funde con la ternura, cuando transpira el cuerpo y suspira el alma, cuando se agita el aliento y exhala amor en cada jadeo…

No volvieron a estar juntos. Ambos sabían que lo que esa noche habían vivido era algo que no iba a repetirse y quisieron guardar ese momento como un tesoro que los acompañaría para siempre.

Por eso, durante los años que siguieron a esa noche y hasta que ambos se recibieron, diariamente se cruzaban una sonrisa cómplice cada noche, él desde la silla del bar y ella desde su seductor andar.

Una sonrisa cálida, sexy si se quiere, que escondía cierta picardía mutua en ese fruncir los labios que ambos se daban en cada cruce de miradas.

Una sonrisa inolvidable.

Una sonrisa que aflora,

aún hoy,

mientras les cuento esta historia…

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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.

El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.

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