21-05-2020
La observación final del paisaje al que no vas a volver.
Fabio Massaro, Mono no aware, en @massaro.doc
Los “sí” y los “no” son eternidades que duran momentos, leí por ahí alguna vez. Monosílabos que se pronuncian en un segundo pero que definen el de aquí en más de tal manera que quedan grabados a fuego más allá de los confines del olvido…
Sólo las tenues lámparas del comedor estaban encendidas. El velador hecho sobre la base de un antiguo farol apoyado sobre el lado izquierdo del dressoir arrimado contra la pared, el cilindro de tela naranja con espigas de mimbre descansando sobre el suelo del lado derecho, la lámpara antigua bajo la escalera que él había traído de una casa abandonada y aquella otra que habían comprado juntos en el Tigre colgada de la columna de la cual partía la barra que separaba la pequeña cocina del resto del ambiente. Sobre el brazo que unía a ese velador con la columna, un gnomo sentado y recostado contra los ladrillos parecía descansar después de un día de trabajo arduo.
Del otro lado de la barra, bajo la alacena, el tubo de neón apenas proyectaba su fría luz sobre la mesada, que iba fundiéndose con la cálida desde la cual el gnomo se había transformado en el único testigo de la escena.
El horno encendido cocía a fuego lento la tarta de atún que un rato más tarde cenarían los cinco y despedía un suave aroma a familia cada vez más intenso, en una suerte de irónica paradoja que se contraponía a lo que en esos instantes estaba teniendo lugar en ese rincón de la casa.
El mismo rincón que durante unos años los había acogido en cálidas charlas, en sueños de a dos, en apoyo mutuo a proyectos de uno y de otro, y que ese día era el lúgubre escenario en el que ocurría la muerte que la crónica venía anunciando desde hacía un tiempo.
Sentados en los banquitos de madera, uno frente al otro, mantenían un silencio en el que podía escucharse la respiración de ambos.
Un silencio que había comenzado un par de días antes y que ese día había sido roto para dar paso a la acción.
–Quiero que nos separemos –había dicho ella.
–Bueno –había contestado él como única respuesta.
Las hijas, dos de él y una de ella, lejos física y emocionalmente de la escena, charlaban en el cuarto, escaleras arriba, hasta el momento en que las llamaran a comer.
El silencio duró unos minutos más, con ellos buscando en el piso con la mirada respuestas que ya tenían.
Un “sí” y un “no” habían colapsado en el universo durante esos escasos segundos que había durado el cruce de la sentencia de ella y la aceptación de él y ahora parecían haber generado un agujero negro que devoraba todo lo vivido en esos años que habían compartido bajo el mismo techo.
El juntó imaginarios algodones sobre los cuales apoyó su voz.
–Sos una tonta –susurró.
–Vos también… –dejó caer ella sobre los mismos algodones.
Y ambos supieron de la impotencia del otro frente a esas cosas de la vida en las que hay cientos de explicaciones para dar cuenta de lo inexplicable.
Por eso no había gritos, ni enojos, ni reproches. Sólo una mueca de agridulce tristeza compartida a través de la cual se hacían el amor por última vez...
Volvió a levantar la vista y usando los ojos de ella como entrada, se dejó caer hasta el fondo de la madriguera del conejo, allí donde se encontraban las maravillas que habían compartido durante los años juntos.
Las carcajadas de ella frente a sus payasadas, la paz de sus brazos cuando los días de guerra habían sido intensos, la complicidad con la que se sumaba a sus proyectos, los días de pesca, las claringrillas hechas de a dos, los paseos de compra por el Tigre, los asados en la terraza, el temblor de su cuerpo en la intimidad, sus puños aferrados a las sábanas, su piel, su sonrisa, la perfección de su voz cantando… infinidad de momentos que, uno tras otro, se desplegaban en ese paisaje al cual él ya no volvería.
Un valle de emociones que dejaría atrás para siempre y que en ese efímero instante en el cual echaba un último vistazo decidió atesorar.
Y porque quería mantener vivo en el recuerdo el esplendor del panorama que contemplaba por última vez, es que eligió hacerlo en ese espacio que tan maravillosamente le había escuchado describir al mismo autor del epígrafe alguna vez.
Y guardó toda la increíble belleza de aquél paisaje allí,
en ese preciso lugar,
donde el corazón se junta con el estómago…
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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.
El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.
Esta primera entrega es una selección de 60 monólogos, entre los cuales el lector encontrará algunos extractados del blog y otros absolutamente inéditos, para zambullirnos en el caos de afectos que nos embargan cotidianamente en este pasaje de ida sin regreso que es la Vida.