MONÓLOGOS DE UN HOMBRE CUALQUIERA

14-05-2020

Cuando la casualidad se disfraza de magia

Cuando la casualidad se disfraza de magia

Hay que ser muy racional para creer en la magia.

- El autor

–Es sólo coincidencia –me dijo mi amiga Caro.
–Pero parece magia, no me digas… –dije, como invitándola a sentir lo mismo.
–Es sólo coincidencia –repitió.

Y puede que tenga razón…

Para el 17 de julio de 2007, el día de su cumpleaños, llevaban casi tres años de novios.

Se habían conocido en la puerta del colegio primario de sus hijas y poco a poco se fueron acercando, con las idas y vueltas que dan aquellos que tienen algún miedo a volver a creer.

Una poesía de él desató el encuentro en un bar, una tarde cualquiera, en la que ella dijo que no, entre sollozos por lo que según ella era el miedo a perder la amistad que habían construido.

Unos bombones que recibió en su casa a la noche, junto con una esquela que rezaba “Por lo que pudo ser y no fue, por lo que tenemos y no vamos a perder” la hicieron estallar en llanto al mismo tiempo que le regalaban cierta calma.

Pero unos días más tarde, él atendía el teléfono y del otro lado la voz de ella dejaba caer una catarata de sentimientos que ya no podía retener para sí.

Así comenzó. Con un corte de comunicación telefónica al que le siguió el sonido del timbre de la puerta de la casa de él. La mano de él extendida hacia la de ella, la caminata en silencio por las escaleras que los llevaron al primer piso.

Allí, el sillón plantado en el espacio que otrora había sido la recepción de la empresa y que hoy hacía las veces de living comedor del hogar que construía para sus hijas, fue el mudo testigo de sus primeros besos. Y de la cálida charla que le siguió a esos besos.

Pero para el día en que él cumplía 45 años, el frente de tormenta que se había iniciado tiempo atrás comenzaba a ser una amenaza inminente.

Tormenta en la que ella se encontraba inmersa a partir de tensiones internas tan intensas y tan propias que no había lugar para que él pudiera entrar siquiera. Sólo podía acompañar, desde afuera, lo que él mismo veía como la crónica de su propia muerte anunciada. Ya que a su juicio, era él el único fusible que ella podía permitirse hacer saltar en su desesperada búsqueda de paz.

A pesar de haber dudado durante unos días, finalmente decidieron festejar el cumpleaños el sábado siguiente a ese martes.

Familia, amigos, fotos, risas… Así fue ese sábado 21 de julio.

Un cumpleaños más, si no fuera porque una vez que todos se habían ido y desde los pies de la cama en la que él ya se encontraba recostado, ella le dijo:
–Me voy.
–Adónde? –preguntó él.
–Me voy…

La miró, hizo un profundo silencio y después de un leve meneo negativo que hizo con la cabeza, giró en la cama, apoyó la cabeza contra la almohada y levantó la mano en signo de despedida…

...

Todos los días que siguieron a ése él se levantaba de una cama sin sábanas en la que se había dejado caer la noche anterior. Y despegaba su cara hinchada por la mezcla de sueño y lágrimas de una almohada sin fundas que cada noche acumulaba la humedad de su tristeza.

Todos los días que siguieron a ése él trabajaba frente a una pantalla que se nublaba en forma intermitente, cada vez que el salado dolor de su llanto hacía que tuviera que bajar sus lentes para dar cauce a través de la comisura de sus ojos, a ese hilo del alma que corría por sus mejillas y goteaba sobre sus piernas.

Todos los días que siguieron a ése él construía un dique al momento de estar con sus hijas, cada mañana al levantarlas para llevarlas al colegio, cada tarde al ir a buscarlas. Cada “leche” compartida, cada cena, cada beso de buenas noches formaban parte de ese dique, que se derrumbaba tan sólo un instante después.

A pesar de ese esfuerzo, un día su hija menor le preguntó:
–Tan triste estás, pa?
–Por? –contestó él buscando evitar la respuesta.
–Porque hace rato que no cantás –sentenció la sabia mujer de once años.
–Ya voy a volver a cantar –musitó él mientras le acariciaba la cabeza a su hija.

Pasaron los días, semanas, meses... y cada noche él se dejaba caer en la misma cama sin sábanas. Esa cama que lo recibía llorando y lo despedía cada mañana del mismo modo.

–Ya no estás tan triste, no? –dijo la misma sabia mujer.
–Por? –se sorprendió él.
–Porque estás cantando de nuevo.

Ese sábado a la mañana sonrió, besó a su hija en la frente por toda respuesta, y siguió limpiando su casa. Ahora conciente de que estaba cantando.

Y las siguientes noches, el colchón desnudo lo vio dejarse caer sobre él, pero con los ojos secos. Incluso con alguna tibia sonrisa dibujada en sus patas de gallo.

Esa mañana se levantó con una sensación diferente a la que lo había acompañado por casi cinco meses.

Desayunó con sus hijas, las dejó en el colegio y partió hacia su cita con su psicoanalista.

–Hoy hice la cama –dijo como respuesta al “hola” de su analista.
–Mirá vos… –constestó Juan, dejando abierta la puerta para lo que siguió.
–Sé que va a volver, porque esto es una crisis de ella. Una en la que me dejó afuera, tal vez porque eso es exactamente lo que necesita. Cada vez que hablamos me doy más cuenta de que así es. Pero bueno… como ese “sé” ya sabemos que es sólo un intelección estomacal, voy a seguir caminando. Y el primer paso fue hacer la cama. Algo de lo que me dí cuenta recién cuando estaba tapándola con el acolchado.

La charla duró un rato más, hasta que fue migrando a otros temas.

Ya en el taxi de vuelta, ese mismo día en que él había decidido hacer la cama, un mensaje de ella en el celular llegó inesperadamente.

“Quiero que nos veamos. Necesito verte.”

Él sonrió, dejó caer un casi inaudible “ja…” y contestó con la hora en que podían verse en su casa.

“A las tres”, escribió.

Esa tarde ella abrió ambas puertas, la de calle y la de arriba, con las llaves que no había devuelto y entró en silencio, mirándolo a los ojos mientras él se paraba del sillón en el que había estado sentado trabajando.

Se echó en sus brazos y susurró a su oído:
–Perdón…
Y al instante rió en un mar de lágrimas cuando él acercó la boca al oído de ella y también susurrando, respondió:
–Me debés el regalo de cumpleaños…

Ya alguna vez, un tiempo antes de que comenzaran a estar juntos, unas flores que él le había enviado llegaban al exacto momento en que ella abría la puerta de su edificio. Y la casualidad hizo que a ella le llamara la atención el ramo y preguntara, haciéndose la graciosa:
–Son para mí?
–Usted es del 5to C? –había preguntado el florista.
–Sí –había contestado ella en aquél momento, sin terminar de comprender lo que estaba pasando.
–Entonces son para usted –había dicho el muchacho al mismo tiempo que le entregaba el ramo.

Una coincidencia que triplicó el impacto del envío y le dio un halo de romanticismo digno de ser proyectado en una pantalla de cine. Un crédito extra que él jamás imaginó que recibiría.

Y ahora, después de casi cinco meses sin hacer la cama, durmiendo sobre un desnudo colchón y apoyando la cabeza sobre una almohada sin funda, la casualidad volvía a hacer de las suyas, en una suerte de insistencia en disfrazarse de fascinante hechizo.

Tal vez Caro tenga razón y sea sólo otra coincidencia. Tal vez no haya ningún misterio detrás del hecho de que el mismo día en que él decidió volver a hacer su cama fue el día en que ella no pudo más y necesitó volver.

Pero por muy racional y hasta escéptico que yo sea, y toda la razón que mi amiga claramente tiene, no puedo evitarlo.

Cada vez que cuento esta historia,

mi historia,

prefiero creer que fue magia…

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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.

El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.

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