MONÓLOGOS DE UN HOMBRE CUALQUIERA

26-06-2017

Sendero peligroso

Sendero peligroso

Duro es el camino y sé que no es fácil, no sé si habrá tiempo para descansar.

Patricia Sosa, Aprender a volar

Somos gregarios por naturaleza. Qué quiere decir eso? Que nos relacionamos, que nos juntamos. Que Dios nos cría y no es el viento lo que nos amontona. Tenemos el visceral imperativo de compartir nuestra existencia con más seres humanos. Y no es sólo por necesidad, aunque eso se lleve su parte.

Y no nos quedamos ahí. No nos alcanza con la compañía de la sociedad en general. Queremos “álguienes” con quienes caminar más íntimamente, más en compañía. Por eso tenemos amigos, por eso formamos pareja.

Porque queremos disfrutar de esa sensación de “estar en casa”, de “hogar” que la calidez de los afectos nos da...

Relacionarnos trae aparejados un montón de afectos, una pila de sensaciones. De las más placenteras y de las otras. Queremos, nos divertimos, nos entendemos, disfrutamos. Peleamos, discutimos, no nos comprendemos, nos distanciamos.

A veces mucho. A veces más.

A veces tanto, que pasamos el bendito punto de no retorno. Nos vamos al carajo, derrapamos, volcamos o como quieran llamarlo. Decimos o hacemos cosas que estropean tanto esa relación, que ya no hay vuelta atrás. O como me gusta más decir (no creo que se pueda ir para atrás), no hay vuelta adelante. No hay más pasos en la misma dirección posibles...

...

Cuando mi madre era directora del Hogar de huérfanos de Esquel, casi todos los días venía un camión con frutas, verduras, carne, leche y toda clase de alimentos para las 140 criaturas que el Menéndez Behety albergaba. Y mientras descargaban los víveres, un grupito nos escondíamos y esperábamos el momento en que el camionero se subiera para emprender su regreso al centro.

Ni bien ponía en marcha el motor, corríamos y nos subíamos al paragolpe trasero cuidando de que el chofer no nos viera.

Andábamos colgados unos metros y, antes de que tomara velocidad, saltábamos y volvíamos. Toda una aventura a los 10 años.

Por supuesto que cada vez íbamos unos metros más allá, demorando cada vez más el momento de soltarnos. Un poquito más lejos, un poquito más peligroso, un poquito más difícil bajarse...

Un día el camión ganó velocidad de golpe ni bien arrancó. Mis dos amiguitos se soltaron en sincronía al instante. Yo, aún hoy no comprendo muy bien por qué, no.

El camión comenzó a alejarse cada vez más a una velocidad que no me dejaba pensar con claridad, que no me permitía decidir qué hacer. Aferrado como podía, miraba hacia atrás a través de la polvareda de la calle de tierra y veía cómo el Hogar –valga el juego de palabras– se alejaba más y más.

Junté la inconsciente valentía de los diez años con el miedo a que si me alejaba más después no supiera cómo volver y me solté.

La inercia estampó mi pequeña humanidad de bruces contra la calle, lastimándome la cara, las manos y las rodillas. Flor de porrazo.

Todavía en el piso, miraba cómo el camión se alejaba a través de la nube de polvo que dejaba a su paso. Recuerdo haber pensado qué habría pasado si no me hubiese soltado “a tiempo”, cuando todavía veía el camino de regreso. Y el corazón me palpitaba por el miedo de lo que podría haber sido...

Hay épocas, llámenlas periodos de crisis de nuestras relaciones si quieren (yo me voy a limitar a seguir llamándolas simplemente “Vida”) en las que nos subimos al camión, aferrados a nuestras diferencias, a nuestros desencuentros. Y no sé muy bien por qué –tal vez la polvareda y la velocidad no nos dejen pensar con claridad– pero insistimos en seguir aferrados a ese camión, alejándonos cada vez más y más.

Seguimos subidos al paragolpe, bien agarraditos. La polvareda crece y crece hasta el punto en el que ya no sabemos ni dónde está el otro. Ya no lo distinguimos entre tanta tierra desparramada en el aire. Lo perdemos de vista por completo.

Cómo me voy a sentar a hablar con alguien que ya no sé ni dónde está? Cómo acercarme a quien ya ni veo? Cómo verlo siquiera, si la distancia es enorme?

...

Tal vez deberíamos aprender a bajarnos a tiempo. Quizá, por más miedo que nos dé, lo mejor sea bancarse los porrazos. Porque si por no poder pensar con claridad no soltamos el desencuentro, corremos el riesgo de alejarnos tanto, pero tanto, que después no podamos volver.

Porque el 'hogar' habrá quedado tan,

pero tan lejos,

que simplemente ya no sabremos cómo...

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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.

El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.

Esta primera entrega es una selección de 60 monólogos, entre los cuales el lector encontrará algunos extractados del blog y otros absolutamente inéditos, para zambullirnos en el caos de afectos que nos embargan cotidianamente en este pasaje de ida sin regreso que es la Vida.

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