13-12-2018
Porque sin buscarte te ando encontrando por todos lados, principalmente cuando cierro los ojos.
Julio Cortázar
No, claro, no sé exactamente cuándo pasó. Tal vez fue progresivo y no me dí cuenta. Pero un día ya no estabas...
No sé cuándo fue. A pesar de que puedo imaginarlo, sólo sé que un día llegué y no te encontré. Un día cualquiera. Un día de peleas con mi socio por los mismos temas de siempre, de tripas revueltas por las cosas que veía que pasan en este mundo cuando almorzaba mirando las noticias en la tele, un día más de preocupaciones económicas, de números que no cierran, de incertidumbres con relación al futuro.
Un día más de hastío, de cansancio, de piernas pesadas al regresar a casa.
Ese día te habías ido. Y no sabía cuándo había pasado ni cómo. Ni siquiera podía comprender muy bien por qué.
Sólo sé que no estabas. Ya no. Te había perdido.
Y te busqué por semanas.
Porque lo más difícil de comprender no era tu ausencia.
Dos tazas de café con leche a la mañana, servidas en los mismos lugares que siempre estaban. La panera con las tostadas ahí, calentitas, recién hechas. El pote de Finlandia y el frasco de mermelada artesanal que compré en el laburo también ahí, con las tapas apoyadas en la mesa, boca arriba, y los cuchillitos para untar apoyados sobre ellas.
Y sin embargo ya no estabas. Cómo era posible?
Casi podía sentir el beso de despedida cuando me iba a trabajar. Hubiese jurado que era tu perfume lo que me invadía antes de cerrar la puerta.
Por eso la búsqueda se tornó cada vez más intensa. Más desesperada.
Porque a la hora de cenar me encontraba tan desconcertado como a la mañana.
Dos platos, los cubiertos, nuestras copas de vino servidas.
Y sin embargo, el silencio que ni siquiera la tele encendida podía ocultar me envolvía cada noche en el pesado manto de soledad que denunciaba con su sola presencia.
El aire del cuarto a full y la pila de mantas de tu lado me confundían más aún. Me acostaba cada noche tratando de comprender una realidad que se me aparecía como borrosa, confusa, inextricable. Todo estaba como siempre. Pero te había perdido.
Dios… los problemas económicos que no ceden, las peleas con mi socio que continúan, las preocupaciones por el futuro, los disgustos por las noticias. Y no estabas. Y te había perdido.
Y ahora estaba solo, en medio de una bruma permanente que no me dejaba pensar con claridad. Viviendo fantasmales desayunos y misteriosas cenas que me recordaban todo el tiempo que alguna vez esas cosas habían sido cosas de a dos.
Los días pasaban y la angustia presionaba más y más. Lejos de duelarte, me retorcía de dolor por el agujero en el alma que crecía a un ritmo desesperante. El vacío diario se iba comiendo cualquier sonrisa que quisiera ensayar, cualquier canción que quisiera entonar, cualquier paz que quisiera encontrar.
Ya no estabas. Y sin embargo, la bandeja con el desayuno seguía en el medio de la cama cada domingo. Las medialunas, mitad de grasa, mitad de manteca, seguían ahí, como siempre. Y yo juraría que era yo quien lo preparaba y lo subía al cuarto.
Ya no estabas. Te había perdido. Pero cada vez que regresaba de pescar, en ese lugar donde se juntan la 8 y la 9, yo volvía a percibir tu tensión por el caos que se arma en ese empalme. Y desde algún lugar muy lejano, me llegaba tu “odio la Panamericana” que siempre decías.
Cómo era posible? Te había perdido, pero todo estaba como siempre. Las tazas, el beso, tu aroma…
Creí que iba a enloquecer.
Y los problemas que no aflojaban ni un poco. La guita, el laburo, el país…
Encima esta rodilla que me jodía y me recordaba todo el tiempo que ya no soy un pibe. Me atormentaban las cosas que no había hecho en mi vida y para las cuales ya no tenía tiempo. El balance permanente me martillaba la cabeza y por momentos, no podía dejar de hacer foco en todo lo que no había sido.
Tampoco sé cuándo fue. Pero un día cualquiera, no peleé con mi socio, leí un libro mientas almorzaba y no pensé en los problemas económicos. Me dejé de joder con la edad que tengo y con las cosas que no hice. Recordé todo lo que sí y me detuve a proyectar todo lo que quiero hacer y para lo cual me sobra el tiempo.
Y levanté la vista.
Y ahí estabas, como siempre. No te habías ido.
No te había perdido. Todo el tiempo habías estado ahí, a mi lado. Estoica, bancando la parada. Comprensiva, acompañando ese momento que me tocó vivir. Así como yo lo había hecho aquellas veces en las que fuiste vos la que estuvo en crisis.
No, no te había perdido.
Esta vez el que había estado perdido por un tiempo había sido yo…
Sólo que esta vez,
para poder encontrarte,
tuve que abrir los ojos...
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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.
El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.
Esta primera entrega es una selección de 60 monólogos, entre los cuales el lector encontrará algunos extractados del blog y otros absolutamente inéditos, para zambullirnos en el caos de afectos que nos embargan cotidianamente en este pasaje de ida sin regreso que es la Vida.