30-09-2021
Muéstrame un héroe y te escribiré una tragedia.
Scott Fitzgerald
–Queda despedida del cargo de Supervisora y separada del cargo de Directora interina –recitó pomposamente y repleta de odio contenido la esposa de Benito Fernández, el entonces Gobernador de Chubut.
Y agregó:
–Y no la echo del cargo de Maestra porque fue nombrada por la Nación. Pero voy a sacarle todos los beneficios del cargo de Directora. No más Jeep a su disposición ni comida provista por el Hogar. Y debe abandonar su casa inmediatamente…
Casi inmediatamente después de las elecciones de 1973, Nair Emilce Vecino (tuve que buscar su nombre porque ella siempre se presentó como “la Sra. Fernández”) había visitado el Hogar de Huérfanos Menéndez Behety que mi madre dirigía desde septiembre del año anterior. Y en esa oportunidad había exigido que se colgaran en el despacho de Dirección tres cuadros: uno del General Perón, uno de “Isabelita” y uno de la difunta Eva Duarte.
En ese primer encuentro mi madre se había limitado a responder que eso no era correcto y que de ninguna manera estaba dispuesta a politizar y adoctrinar a 140 criaturas aprovechándose de su orfandad y de lo expuestos a ser manipulados que esos niños estaban por esa condición.
Algo que por supuesto no había sido bien recibido por la mujer del Gobernador.
Lo que la llevó a comenzar a visitar el Hogar con una frecuencia semanal con supuestas denuncias de todo tipo: chicos maltratados, falta de limpieza, presencia de ratas… todas acusaciones que chocaban con una realidad muy distinta.
A modo de “resistencia”, mi madre decidió pegar, en nuestra cocina, dos carteles escritos a mano que podían verse ni bien abrías la puerta de entrada.
Uno, con el estribillo de la canción “Libre” de Nino Bravo, que además cantaba todo el tiempo; y el otro, con la famosa frase que se le adjudica a Sarmiento pero que en realidad pertenece a Constantin François Chassebeuf, un conde francés. Esa frase que reza “Bárbaros, las ideas no se matan”.
Carteles que esta señora leía con desprecio cada vez que “visitaba” a mi madre en nuestra casa y que no hacían otra cosa que irritarla por demás, como es lógico imaginar.
Después de aquellos intentos de buscar razones “legales” para despedirla, se cansó de fracasar por esa vía y con un “decreto” en la mano y un par de monigotes que la acompañaban apareció en el despacho de mi madre.
–Queda separada del cargo de Directora –sentenció altisonante.
–Pues ahí tiene el sillón, porque mi cargo es interino. Yo soy Supervisora –contestó mi madre.
Se hizo un silencio sepulcral mientras mi madre mantenía una serena sonrisa, en espera de alguna forma de reacción de la otra parte.
–Hemos venido a hacer un tremendo papelón –musitó uno de los monigotes.
La señora Fernández torció la cara, giró sobre sus talones sin decir palabra y se fue sin más trámite, seguida por los dos lacayos que intentaban calmarla inútilmente.
Pero sólo unos días más tarde esta mujer reaparecía con un nuevo “decreto” con el que separaba a mi madre del cargo de Supervisora mientras le daba el mini discurso con el que comencé esta nota.
…
Las nefastas consecuencias no se hicieron esperar. Reducción del salario a un tercio de que lo que cobraba, pérdida del beneficio de la comida y la desesperante amenaza de no tener dónde vivir.
Mi madre mandó a mis dos hermanos menores a Buenos Aires a la casa de mis abuelos y a mis once años quedé allá “bancando la parada” junto con ella.
El encargado de mantenimiento, quien terminaría siendo la segunda pareja de mi madre tiempo después, pedía comida de más para poder pasárnosla a nosotros.
Las cocineras hacían lo propio, aprovechando la comunicación física que tenían con la parte trasera de nuestra casa.
Y un recurso de amparo contra la Nación Argentina que mi madre presentó y ganó nos permitió no quedar en la calle.
Pero un Recurso de Amparo de ninguna manera le iba a impedir a “la Sra. Fernández” seguir persiguiendo a mi madre…
Así fue que, una vez más “por decreto”, le dio traslado a la Municipalidad de Esquel, una oficina situada a más de 20 cuadras de tierra por las cuales por supuesto que no transitaba ningún transporte público.
Sin aquel Jeep que mi madre había tenido a su disposición, no tengo que explicar lo dificultoso que le resultaba “ir a trabajar”.
Algo que de todas formas hizo, yendo y volviendo a pie, hasta que la que había sido su secretaria nos recibiera y hospedara en su casa, que quedaba en el Centro de Esquel, mucho más cerca de la Municipalidad.
Allí nos quedamos hasta unos días después de Año Nuevo cuando, por esas cosas fortuitas de la vida, mi madre conoció a un Inspector escolar que le ofreció hacerse cargo de una escuela rural situada a mitad de camino entre Trevelin y la frontera con Chile y que estaba abandonada desde hacía dos años por falta de una maestra que quisiera ir allí.
Mi madre renunció a su cargo en la Municipalidad y comenzamos a vivir una nueva etapa de nuestra historia familiar…
Siempre recuerdo el estoicismo con el que mi madre resistió las embestidas de una persecución política sin sentido, la muda satisfacción con la que colgó aquellos carteles y la calma que siempre mantuvo frente a los embates de “la señora”.
Nunca olvido cómo sostuvo heroicamente sus férreas convicciones y su escala de valores, a pesar del destrozo que el totalitarismo fanático de aquella mujer estaba haciendo en todos los órdenes de su vida.
Cómo siempre estuvo dispuesta a pagar el precio que fuera por mantener sus ideas acerca de la libertad intelectual que esos chicos debían tener.
Por lo que cada vez que yo entraba a mi casa y leía la frase de Sarmiento y el Conde, no podía dejar de ver la fantástica realidad que proclamaba…
Muchos años después, ya en Buenos Aires, mi madre estaba un poco deprimida por el momento económico que le estaba tocando vivir y se quejó conmigo de eso.
–Mamá, si hubieses colgado los cuadros allá por 1973, tu realidad actual muy probablemente sería otra, pero que yo no sentiría el orgullo y la admiración que siento por vos –le dije, contestando a su queja.
Y con eso bastó para que volviera a sonreír con esa satisfacción que te invade cuando te sentís absoluto protagonista de tu propia vida. Cuando te das cuenta que nada puede doblegar tu fibra ni matar tus ideales.
…
Hace sólo unos meses, esa mujer estoica que había salido airosa cuando la vida puso a prueba sus convicciones, esa mujer que alguna vez había pagado muy alto precio por defender “a capa y espada” sus valores más preciados, esa mujer que nunca había claudicado en su lucha por sus ideas, falleció.
Y hace unos días, cuando hubiese sido su cumpleaños número 83, recordando aquellas difíciles épocas que me tocaron vivir a su lado, una vez más comprendí lo inmutable de la verdad que aquel cartelito pegado en los azulejos dejaba ver.
Y pensé que, si hay un “Más allá” desde el que mi madre pueda mirar hacia abajo, es seguro que sigue manteniendo aquella sonrisa socarrona que le prodigaba a la señora Fernández en cada ataque, que provocaba que esta mujer se retorciera de la bronca ante la superioridad moral que esa simple maestra le hacía sentir.
Sí, estoy seguro de que sigue sonriendo.
Porque ella ya no está en este mundo.
Pero sus ideas de libertad,
se quedaron acá, intactas,
y hoy soy yo el que las canta…
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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.
El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.
Esta primera entrega es una selección de 60 monólogos, entre los cuales el lector encontrará algunos extractados del blog y otros absolutamente inéditos, para zambullirnos en el caos de afectos que nos embargan cotidianamente en este pasaje de ida sin regreso que es la Vida.