07-11-2019
Cuando la ignorancia es grande, la estupidez alcanza niveles peligrosos.
El autor
Veinticuatro horas de mordaza. Veinticuatro horas de silencio forzado. Veinticuatro horas con la manos libres pero el teclado atado.
Tan sólo veinticuatro horas...
Veinticuatro horas es el tiempo durante el que no pude escribir en mi blog, ni opinar, ni siquiera manifestar si algún comentario de mis lectores me había gustado.
Veinticuatro horas durante las cuales no pude siquiera escribir en mi Facebook personal sobre la foto de mi hija menor que el día anterior había subido lleno de orgullo paterno por las notas que sacó en sus dos últimos exámenes.
Veinticuatro horas sin derecho a réplica, algo que resolví “vistiéndome” de mina, bajo el irónico nombre Lucía Sandez (Lucía de “lucir, parecer” y Sandez de “estupidez, despropósito, gansada) para poder explicarle a una lectora que no había sido yo quien había quitado los comentarios del “Miércoles de reflexión”.
Pero si bien encontré el modo de burlar la censura, de todas maneras no dejó de ser feíto tener que disfrazarse de lo que no soy para poder hablar.
Porque así se empieza…
Hoy son 24 horas de silencio y me disfrazo para poder opinar.
Mañana son 72 horas y me callo por miedo.
Pasado mañana ya no digo todo lo que pienso porque no quiero que sea un mes.
Y un día me voltean igual porque “saben” que pienso como pienso.
…
Qué tan ridículo sería Mauricio Macri denunciando a todos los que le hacen “bullying” poniendo su cabeza en el cuerpo de un gato?
Qué tan imbécil sería Alberto Fernández pidiendo que censuren a todos los que ponen memes ridiculizando a su hijo contrapuesto al de Bolsonaro?
Y qué tan siniestro sería que las redes sociales atendieran esas estúpidas denuncias y les sacaran a unos y a otros su voz y los dejaran a todos mirando sus celulares como pelotudos en la impotencia de no poder siquiera expresar lo que quieran?
Ya alguna vez escribí una nota acerca del riesgo que supone fomentar la censura (Ya era hora) y hace poco escribí otra acerca de la intolerancia de los tolerantes (Tolerame ésta) en la que plasmaba qué significa tolerar y por qué la libertad de expresión debe ser defendida a morir.
Vivo en un país de pendejos ignorantes y boluditos grandes faltos de memoria.
Porque vivo en un país en el que hace 70 años le prohibieron a más de medio pueblo votar al tipo que ellos querían votar, el día que decidieron proscribir a Perón.
Porque vivo en un país que hace 40 años le prohibía a la gente hasta pensar. Y cuando sospechaban que de todas formas pensaban (con bases tan “sólidas” como ver qué libros leían, amigos de quién eran o a qué facultad iban), los pasaban al patio y listo. Muerto el perro, se acabó la rabia.
Ni estoy defendiendo la ideología de Perón ni estoy apoyando ideas de izquierda. Estoy defendiendo el derecho de un pueblo a votar a quien se le canta el culo y pensar lo que se le canten las pelotas, aun –o sobre todo– cuando yo pueda estar en descuerdo con lo que votan o piensan.
A la gorda sobre la que hice el chiste que motivó la denuncia por “bullying” ya le voltearon la cuenta de Instagram cuatro veces.
Nada de lo que esta mina dice y muestra me genera otra cosa que desagrado. Mucho de lo que postea me da ganas de vomitar.
Pero…
De ninguna manera la denunciaría para que le saquen la voz. Ni se me ocurre pedir que le tapen la boca porque no me gusta lo que dice. Me parece hasta siniestro que una plataforma mundial de comunicación se erija en juez, jurado y verdugo y decida callar a alguien bajo el pretexto de la demanda de empatía, tolerancia y demás sustantivos que hoy esgrimen los supremacistas morales y que están más puestos al servicio de la censura lisa y llana que de cumplir con su real significado...
Hay pilares sin los cuales no es posible vivir en sociedad. La libertad de expresión es uno de esos pilares.
Es hasta tragicómico que el la era de la “visibilización” se busque invisibilizar al que opina lo que no me gusta.
Cuando leo algo con lo que no estoy de acuerdo, a veces dejo de leerlo, a veces expreso mi opinión al respecto. Y cuando es así estoy dispuesto a bancarme que los otros también lo hagan, incluso si esos otros deciden insultarme. Porque siempre tengo la libertad de seguir opinando, de insultarlos a ellos (aunque elija no hacerlo) o de irme.
NO tengo la libertad de amordazarlos. NO tengo la libertad de apalearlos, meterlos en cana o hasta matarlos.
Porque soy un ser humano maravilloso?
Para nada.
Porque quiero los beneficios de vivir en sociedad y pago los costos de esos beneficios, entre los cuales están tolerar las diferencias de ideología, opinión política y hasta gustos.
Y cuando defiendo mi libertad de expresión y la de la gorda, pasando por nazis, xenófobos, racistas y toda la gama de personas que detesto, no sólo cuido mi culo.
Cuido el de todos, hasta el de la que busca censurar lo que no le gusta en la monumental ignorancia del riesgo que corre cuando habilita a una plataforma multinacional a decidir quién puede hablar y quién no. Qué se puede decir y qué no. Qué se puede mostrar y qué no.
Porque mañana le puede tocar a ella.
Y puede que entonces lamente haber construido un mundo de censura cuando se encuentre amordazada por 24 horas.
O algunos días.
O el resto de su vida…
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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.
El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.
Esta primera entrega es una selección de 60 monólogos, entre los cuales el lector encontrará algunos extractados del blog y otros absolutamente inéditos, para zambullirnos en el caos de afectos que nos embargan cotidianamente en este pasaje de ida sin regreso que es la Vida.