MONÓLOGOS DE UN HOMBRE CUALQUIERA

31-10-2019

A mi manera

A mi manera

Sólo un tipo enamorado jamás se pregunta “Quién me mandó”.

Alfredo Barragán, capitán de la Expedición Atlantis

No tengo idea. No sé quién me mandó.

No sé por qué viví como viví, ni por qué sigo viviendo de la misma manera...

No sé por qué a los 23 años decidí dejar el cómodo laburo que tenía en el entonces Banco de Italia después de convencer a mi padre para que pusiera en sociedad la guita que hacía falta para encarar el proyecto “Corinto”, tal el nombre con el que operó la empresa maderera que finalmente fundé.

No sé qué hizo que quisiera recorrer caminos durante meses en busca del monte a talar. Menos idea tengo de qué fue lo que me motivó a mudarme al campo, arremangarme y cargar palos a la par de la cuadrilla de obreros cuando las cosas se pusieron difíciles, algo de lo que llevo con orgullo una cicatriz debajo del mentón desde el día en que uno de esos palos me dejó bamboleándome mientras buscaba de qué agarrarme para no caer al piso.

Tampoco sé qué fue lo que me impulsó a hacer fletes con la camioneta, pintar casas, fabricar ropa de mujer y transcribir clases que grababa mi hermana para después venderlas en la facultad, todo al mismo tiempo, para recuperarme económicamente después de haber fundido con el Plan Austral.

No tengo ni la más remota pista de por qué acepté trabajar en Juan Salvador, ese pub de Belgrano en el que primero trabajé de mozo y después de encargado durante casi dos años y que me llevó a vivir a contramano del mundo, trabajando mientras todos los demás jodían, durmiendo mientras la gente normal iba a su trabajo.

No sé por qué le planteé a mi padre desarrollar la composición de libros por computadora cuando no tenía ni idea del ambiente editorial. No sé quién me mandó a tener reuniones en las que no sabía nada de “picas”, “caracteres” y “caja” y sin embargo lograr convencer al editor para que me contratara.

Menos idea tengo acerca de qué fue exactamente lo que me hizo tirar todo a la mierda, renunciar a trabajar con mi padre y cambiar la seguridad que eso supone por enterrarme en deudas hasta que empecé a cobrar los trabajos que ahora hacía por mi cuenta.

No sé cuál fue el motivo por el que decidí estudiar Psicología y trabajar un tiempo en el Borda cuando me recibí, mientras al mismo tiempo transformaba lo que era un taller de composición de originales (tal el nombre de las empresas que se dedicaban a armar las matrices de los libros que después irían a la imprenta) en un Estudio de diseño gráfico, algo de lo que tampoco sabía mucho que digamos.

Ni sé por qué fui parte del Centro de Estudiantes y me comí todo el garrón que supone luchar con una facultad en una época de mucha convulsión estudiantil por bruscos cambios en la orientación filosófica que habían ocurrido en la carrera. Asambleas con compañeros de estudio, reuniones con autoridades que amenazaban con joderme si seguía adelante, entrevistas televisivas para protegerme y presiones de todo tipo que por algún extraño motivo soportaba en pos de pelear por un ideal de cierta justicia con los que éramos alumnos desde antes de ese intempestivo cambio.

No sé quién me mandó a dirigir la Comisión de Prensa, editar una revista y escribir en ella. Ni qué hizo que no conforme con eso, organizara la Comisión de Extensión Universitaria para traer gente a dar seminarios sobre temas diversos que ampliaran los conocimientos que adquiríamos en la universidad.

Ni el más remoto indicio acerca de por qué al mismo tiempo escribía artículos sobre política, economía y sociedad en lenguaje coloquial y renunciaba a la oportunidad de que fueran publicados en un diario porque no estaba dispuesto a aceptar las condiciones que ese diario me ponía.

No tengo idea de por qué después de unos años de tener el Estudio de diseño gráfico, lancé G&A Publicidad, una agencia hecha más a base de creatividad y pasión por resolver cosas que por estructura, con “12 monos” (así los llamaba parodiando la película en la que un loco comanda a esos tipos) que vinieron a aportar lo suyo en un sistema de pasantías que armé para eso, porque no tenía guita para pagar sueldos.

Nunca supe por qué en el camino aprendí a diseñar páginas web y después a programarlas, a partir de un par de cursitos de 10 clases y mucho tiempo equivocándome y volviendo a empezar.

En lo que tenga que ver con lo afectivo, no sé quién me mandó a luchar por la custodia de mis hijas cuando mi situación económica bordeaba el desastre y así meterme en el kilombo que fue criar solo a dos nenas de 3 y 5 años, en el marco de lavar la ropa en la bañera y secarla colgada de una barra de gimnasia, cocinar, planchar guardapolvos, llevarlas y traerlas del jardín primero y del primario después, ir a todas las reuniones de padres y excursiones, trabajar en la Cooperadora del colegio, aprender a maquillarlas para los actos, todo eso mientras los tres dormíamos en colchones tirados en el piso.

No tengo idea de qué hizo que transformara lo que había sido mi despacho en el cuarto para ellas, trajera un catre y una cama de obra primero, para más tarde comprar una cucheta usada y lijarla y patinarla a mano para ir armando a pulmón el mejor espacio posible en un lugar que hasta hacía poco había sido una oficina y que ahora yo luchaba para convertir en hogar.

No sé quién me mandó a enamorarme otra vez, desvivirme por esa mujer, encarar el difícil proyecto de ensamblar familias, meterme en un crédito y comprar junto con ella, que aportó el dinero para el arranque, una casa que sería nuestro refugio durante cinco años.

No sé quién me mandó a querer acompañar el crecimiento de tres pendejas, en la jodida tarea de dejar que fueran independizándose sin pausa pero sin prisa, como les decía en ese entonces, lo que me dejaba casi sin dormir cada vez que iban a bailar y las llevaba e iba a buscarlas, lo que me ponía a pelear a cada rato por los más diversos motivos (ya sabemos que los adolescentes son unas máquinas de generar motivos) sabiendo que a la larga iba a “perder” la guerra pero sosteniendo esas batallas para que fueran ellas las que fueran conquistando sus propias vidas.

Ni idea de por qué, después de haberme separado de mi segunda mujer, aposté nuevamente al amor cuando las chances eran realmente pocas. Menos aun sé por qué estoy seguro de que volvería a hacerlo.

No sé por qué decidí, a los 54 años, hacerme cargo de mi pasión por escribir y encarar un proyecto de cambio de vida, cuando en lo económico estaba más o menos resuelta. Y lanzar mi blog hace casi tres años, metiéndome a invertir dinero en la edición de mi primer libro y cada vez más tiempo en tratar de mejorar en cada nota, porque no concibo la vida sin crecimiento constante…

No sé qué hizo que trabajara siempre, que cayera y volviera a levantarme cada maldita vez, que siguiera creyendo a pesar de las frustraciones que me tocaron vivir, que persistiera en caminar por donde me lo hubiera propuesto sin importarme lo escarpado del camino.

No sé qué hizo que amara, que riera, que llorara. No sé qué hizo que buscara, que peleara, que disfrutara y duelara. No sé que hizo que me entregara, que creyera, que intentara.

No, la verdad… no sé el motivo por el cual viví y sigo viviendo de esta manera.

No sé quién me mandó.

Y no lo sé por una sencilla razón.

Jamás me hice esa pregunta.

Porque siempre fui,

y sigo siendo,

un profundo enamorado de la vida…

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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.

El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.

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