18-07-2019
Negación, ira, negociación, depresión, aceptación...
Elisabeth Küber-Ross, Las cinco etapas del duelo
Todos hemos pasado por separarnos de alguien de quien estábamos más o menos enamorados, lo que incluye hasta a nuestro primer amor, hace ya un tiempo, cuando éramos “más” jóvenes, como diría China Zorrilla.
Y siempre, todas y cada una de las veces, nuestro coro de exprimidores amigos nos cantaron esa estrofa que estuvo de moda con el comercial de jugos BC, con más o menos intensidad, pero con el nivel de mandato supremo que tiene el supuesto saber universal.
Y nos repitieron hasta el cansancio “Olvídala, mejor olvídala, arráncala de ti”...
Y nosotros, bien obedientes a esos mandatos, nos matamos en esfuerzos descomunales por sacárnosla/lo de la cabeza, como si fuera posible la fantasía de “El eterno resplandor de una mente sin recuerdos”, y pudiéramos borrar así, de plano, el recuerdo de alguien en particular.
Y listo. Ya no duele. Ya no jode. Ya podemos “seguir viviendo”. Nada de angustiosos recuerdos que digerir. Algo así como un romántico by-pass que hace que todos los sentimientos asociados a esos momentos que añoramos pasen de largo al otro lado del corazón, donde ya no lo comprimen.
Bueno... no funciona. De alguna manera logran evitar el tubo cardiovascular alternativo y te atraviesan el bobo una, y otra y otra vez...
Y si bien el film cuenta la historia del fracaso de ese método, se lo adjudica a la fuerza de ese amor que pretende ser olvidado.
Pero yo creo que fracasa por otro motivo, tal vez menos romántico (otro día me pongo poeta y escribo esta misma nota con perfil de Cyrano), pero más apegado a la realidad y que es el que sigue: nadie puede pasarse por las bolas los cinco benditos pasos de doña Elisabeth, sin pagar el precio de perder algo mucho más grande.
Porque olvidar es negar la existencia, es pretender que no pasó.
Y saben qué? Pasó. Estuvimos enamorados, le dimos lo que consideramos lo mejor de nosotros, nos entregamos por completo... y de todas formas se terminó. Y a veces el “se terminó” puede que no tenga ningún dejo romántico y que el sabor que queda impregnado en el recuerdo no sea agridulce sino amargo.
Pero bien sea el caso de aquello que simplemente no funcionó o que el final haya sido profundamente doloroso, lo absolutamente innegable es que pasó, existió.
No aceptarlo sería como hacer un permanente step-gym emocional, subiendo y bajando siempre del mismo primer peldaño del difícil sendero del duelo, sin avanzar a ningún lado. Lo que nos dejaría agotados, sin nada más para dar.
Además, si vamos a arrancar de nuestra vida el recuerdo de cada cosa desagradable que nos toque vivir, estamos bien jodidos. Porque vamos a dejar una muy buena parte de nuestro ser en el camino.
Somos quienes somos por todo lo que hemos vivido y estamos viviendo. Por nuestros triunfos y fracasos, nuestras alegrías y tristezas. Por los momentos más placenteros de nuestras vidas y por los más chotos que nos hayan tocado atravesar. Cada época, tanto las más maravillosas como las más difíciles, fueron moldeando nuestra arcilla. Y siguen haciéndolo. Y así será hasta el día en que seamos una tiesa cerámica en un cajón.
Así que si nos toca vivir un momento de mierda por el motivo que sea, neguémoslo un buen rato, que está bueno. Pero después enojémosnos con la Vida por ser tan injusta. Negociemos con ella, con Dios o con quien sea en un intento desesperado de no perderlo todo. Descendamos hasta la más infame depresión. Y después salgamos como podamos aceptando la puta realidad.
No nos quedemos en el primer paso, porque perderíamos un pedazo nuestro en el camino. Nos perderíamos a nosotros mismos, que es mucho más grave que perder la ilusión con otro.
Y por eso, si mañana tenemos un amigo que está pasando un mal rato, no le aconsejemos que olvide y arranque de su memoria el recuerdo.
Mejor cantémosle que lo incluya como parte de su vida y que por muy doloroso que hoy sea, aprenda a caminar con ese recuerdo.
Porque duelar no es olvidar. Duelar es recordar sin que duela.
Duelar es cerrar la herida.
Que deja cicatriz,
pero que ya no sangra…
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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.
El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.
Esta primera entrega es una selección de 60 monólogos, entre los cuales el lector encontrará algunos extractados del blog y otros absolutamente inéditos, para zambullirnos en el caos de afectos que nos embargan cotidianamente en este pasaje de ida sin regreso que es la Vida.