MONÓLOGOS DE UN HOMBRE CUALQUIERA

27-11-2016

Tras los muros del dolor

Tras los muros del dolor

Quien se miente y escucha sus propias mentiras llega a no distinguir ninguna verdad, ni en él, ni alrededor de él.

Fiódor Dostoyevski.

Inspirado en un post de Loree Riquelme

Nunca más desprotegidos que cuando llegamos a este mundo. Nunca más expuestos, más indefensos, más vulnerables. Y a pesar de los cuidados que nos prodigan –o tal vez como resultado de eso–, si bien vamos tomando el control de nuestro cuerpo, no pasa lo mismo con las cuestiones del alma...

Salir al amor es un segundo nacer en el que estamos tan desprevenidos como cuando dimos la primera bocanada de aire que, a juzgar por el llanto que siempre le sigue al momento en que los pulmones se llenan por primera vez, supongo que nos dolió.

Amar incluye, necesariamente, la posibilidad de sufrir.
Mucha posibilidad de sufrir mucho.

Cuando amamos le vamos dando al otro cada vez más pedazos de nuestro ser y ponemos en sus manos nada más ni nada menos que el alma toda. No como un regalo con el que se puede hacer lo que se quiera, no. La ponemos en las manos de ese otro ser para que la cuide, para que la proteja, para que la quiera tanto como nosotros mismos. O lo más parecido posible.

Y a veces… nos toca sufrir. Porque se va, porque me voy, por lo que sea.

El desgarro es enorme. Porque sentimos que ese alguien que se fue o del que nos fuimos se lleva un pedazo de eso tan profundo como es nuestra esencia.

Es tan grande el dolor que levantar altos muros, bien altos, sólidos, bien sólidos, es la única solución posible para resistir el embate. Murallas al mejor estilo de los castillos del medioevo que nos protejan de ese afuera que nos dañó, que nos jodió.

Si son los sentimientos los que no nos dejan vivir en paz, pues bien, a la mierda con ellos. Que se queden también del otro lado de muro, que se jodan, que no jodan.

La ecuación es realmente sencilla: no siento, no sufro. Indiscutible. El mismo efecto que el que tiene la anestesia. Por más dolor que se esté generando en alguna parte, nada llega. No me entero. No me duele.

Sólo hay un pequeño problema.

Los sentimientos son parte de la condición humana. Son una buena porción de la clase de bicho que somos. Y andan en patota, inseparables. No hay placer que pueda ser aislado por completo del dolor, ni alegría que no suponga a la tristeza como su par opuesto de la que va tomada de la mano. Y lo mismo pasa con todos los afectos de los que somos capaces.

Si dejamos a uno del otro lado del muro, los demás se van con él.

No queremos al dolor de este lado de la muralla? Cagamos. Porque más que estar protegidos por ese gigantesco muro, vamos a quedarnos encerrados en nuestro propio frío, vacíos…

Puede que alguna vez lo haya intentado, confieso. Pero no funciona. Y eso también es indiscutible. No hay manera de renegar de nuestra condición humana. Los sentimientos tienen la virtud de sacudir esos muros desde afuera. Y generan tal ruido que es imposible no escucharlos en medio del silencio del vacío…

Por eso dejé de engañarme y aprendí que hay veces que el escudo duele más que la lanza. Y fui yo mismo quien derrumbó esa fortaleza que había construido con bloques de dolor color ladrillo.

Ni bien hube tumbado las paredes me tuve que bancar el aluvión, es cierto. No fue fácil, para nada. Tuve que resistir como pudiera la invasión de la tristeza, la melancolía, la pena y la amargura, en fin, de todas esas desgraciadas que acompañan al dolor.

Pero también entró el sol y recuperé a la alegría, al placer, al entusiasmo. Y a una pila de sentimientos que forman parte de la patota de afectos que, valga el juego de palabras, afectan nuestras vidas.

Y desde entonces no construí más muros.

Volví a sufrir? Sí, a veces toso y me duele.

Pero desde aquél día en que di mi primera bocanada al amor, descubrí que no hay nada más maravilloso que poder disfrutar de ese aire que te llena los pulmones y le da vida a tu alma.

Y ando por la vida así, como mi madre me trajo al mundo: sin escudos, sin murallas.

Desprotegido, expuesto, vulnerable…

Pero paradójicamente invencible al sentir mi alma llenarse de aire,

cuando doy,

cuando amo,

cuando respiro…

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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.

El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.

Esta primera entrega es una selección de 60 monólogos, entre los cuales el lector encontrará algunos extractados del blog y otros absolutamente inéditos, para zambullirnos en el caos de afectos que nos embargan cotidianamente en este pasaje de ida sin regreso que es la Vida.

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