MONÓLOGOS DE UN HOMBRE CUALQUIERA

27-04-2018

Cuando me vaya

Cuando me vaya

Uno muere mucho tiempo después de haber muerto.

El autor

–No vas a entrar a ver a tu abuela? –me preguntó alguien que no recuerdo.
–Nada de lo que yo quería de mi abuela está ahí –contesté.

Y así era. Mi abuela había sido para mí las milanesas, el cariño, la sonrisa. Su voz diciéndole “nena” a mi mamá. Las risas aquella vez que no encontraba los anteojos porque se le habían caído dentro de la olla del puchero que estaba cocinando...

No era mi abuela eso que estaba ahí, dentro del cajón rodeado de flores, en esa fría habitación en penumbras. Todo lo que ella había sido para mí era justamente todo lo que allí no estaba. Por eso no quise entrar. Porque no iba a encontrar nada de todo lo que yo adoraba de esa mujer.

Por eso nunca fui al cementerio a “verla”, del mismo modo que jamás había ido a ver a mi abuelo.

Durante mucho tiempo pensé, en esos juegos mentales que uno hace cada tanto, qué es lo que iba a querer el día que muriera. Si preferiría que me enterraran en un lindo jardín de paz o si querría que me cremaran y esparcieran las cenizas al viento en algún romántico lugar de mi preferencia.

Hasta que en algún momento me dí cuenta de que cuando eso pasara yo estaría muerto y por lo mismo, sin ninguna conciencia de lo que estuviera pasando con mi cuerpo.

Y así fue que decidí que cuando saliera el tema, simplemente diría: “hagan lo que mejor los haga sentir a ustedes”.

Pero eso no quiere decir que no tenga un deseo para cuando me haya ido.

Cuando uno muere, muere en dos tiempos. El primero, cuando deja de respirar. Y el segundo, el tiempo de la verdadera muerte, la absolutamente definitiva, cuando ya nadie te recuerda.

Y por eso, por mis ganas de vivir un rato más, es que hoy escribo esta carta:

Quiero que cada tanto le cuentes a alguien quién fui. Que en una noche cualquiera, mientras tomás una buena copa de vino, hables de mi risa. Y de cómo mi grave voz se iba transformando en un chillido cuando me tentaba y no podía parar de reírme.

Que cuentes de la pasión con la que viví, de lo intenso de mi afecto, de lo profundo de mi sentir. Que hables de mi compromiso con la vida, de mi lucha por lo que creía justo, de mi particular modo de entender el amor.

Quiero que relates cómo disfruté de ser padre, cómo viví a mis hijas, con qué respeto las crié, con qué infinita ternura las traté. Quiero que hables de los delantales planchados, los pastelitos para el 25 de mayo, los peinados con colitas, los pijamas parties multitudinarios, las navidades disfrazado de Papá Noel asándome dentro del traje y con la cara sudada por la máscara, pero con una oculta sonrisa de oreja a oreja por las miradas de mis hijas y de mis sobrinos mientras volteaba en el piso lo regalos que traía en las bolsas. Y de mi mudez por el pánico a que me descubrieran y se perdiera la ilusión.

Quiero que cuentes cuán cabrón era. Cómo estallaba cuando creía que algo estaba mal. Con qué irritante modo planteaba mis puntos de vista y de qué soberbia era capaz cuando algo me enojaba.

Quiero que hables de mi amor por la pesca y de mi infinita paciencia.

Quiero que hables de mi paciencia, más allá del ámbito de la pesca.

De mis arranques de mal humor y mi indomable actitud de “todo me chupa un huevo”.

Quiero que cuentes los asados en la terraza y mi cara el día que Lula se comió la mitad de la carne en un descuido.

Que comentes mi pasión por el canto y la música. Que cuentes cuán hombre podía ser. Y de cuánta ingenuidad era capaz algunas veces.

Hablá de mis ideales, de mis frustraciones. De mis conquistas y mis miedos. De mis virtudes y defectos.

Reíte. Emocionate. Puteame. Llorá de vez en cuando.

Poné un manto de piedad a lo que puedas y masticá lo que no logres digerir y contáselo a cualquiera.

Quiero escucharte desde el más allá comenzar frases diciendo “Adrián era un tipo…”, que no va importarme si lo que sigue es el detalle de una virtud o de un defecto.

Quiero que hables del romántico y el frío. Del que cantaba y del que puteaba. Del sensible y de la bestia.

Porque soy todo eso.

Y no el cuerpo que poco a poco estará dejando de ser.

Soy todo aquello que recuerdes.

Soy todo el tiempo que me recuerdes.

Y ese tiempo, el que ya no estará en mis manos, es el que te pido que me des.

Para poder vivir,

después de haberme ido,

tan sólo un rato más…

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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.

El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.

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