MONÓLOGOS DE UN HOMBRE CUALQUIERA

20-08-2021

Tal vez mañana

Tal vez ma%c3%b1ana

Puede costarte la vida dejar que el tiempo se encargue.

El autor

Subió las escaleras hacia su cuarto absorto, con la mirada en el stand by que se pone cuando está dirigida hacia adentro. Encendió el velador y la tele y se metió en la cama en un paso de baile que ya era rutina.

Encendió un cigarrillo, el último del día, y volvió a pensar en lo que venía pensando… ¿cuánto hacía? ¿Días? ¿Meses? ¿Una vida?

Una cuota de sorda ansiedad hacía yunta con la pesadumbre con la que cada noche se iba a la cama.

La inquietud se apoderó de él una vez más haciendo incómoda cualquier posición que su cuerpo buscara.

Reflexionó acerca de la época y la actual costumbre de usar palabras difíciles de pronunciar que siempre existieron, pero que permanecieron por décadas guardadas en algún rincón del diccionario.

“Pro… pro… procrastinar, es hasta difícil de pensar”, dijo en voz alta.

Y volvió a sumirse en el mismo pensamiento en el que se hundía a diario desde ese tiempo que no lograba mensurar.

Una decisión que todas las noches quedaba sumergida en la última palabra que le venía a su mente antes de dormirse: “Mañana”.

Había terminado el día y el miedo y la incertidumbre que la misma vida supone habían logrado ahogar el “mañana” que había pensado el día anterior. Ese “mañana” que cada noche volvía a renacer, tal vez con la intención de mantener la ilusión de tener alguna forma de control sobre su vida, quizá con el único fin de aplacar la angustia por un día más en el que no había pasado a la acción que ese “mañana” prometía cada noche.

Recordó aquella panadería de la infancia en la que había un cartelito colgado que decía “hoy no se fía, mañana sí” y que, por supuesto, permanecía colgado todos los días.

Y no pudo dejar de sentir el paralelo que aquella esquela tenía con lo que él hacía a diario. Con un agravante: el panadero mantenía el cartel aun por las noches; él lo descolgaba a diario para poder dormir.

Apagó el velador y la tele. Dio una última pitada al cigarrillo y disfrutó de la incandescencia de la brasa del cigarrillo que por un instante tiñó de un rojizo brillo el ambiente.

Pero para poder dormir necesitó reforzar el pensamiento y en voz alta se dijo a sí mismo: “Mañana sí”.

No había sonado el despertador cuando abrió los ojos. Aún no era completamente de día cuando ya estaba tomando el café con el que todos los días comenzaba la jornada.

La mañana transcurrió como siempre. Se sentó en su escritorio, encendió la laptop y trabajó hasta la hora en la que bajó a prepararse el almuerzo.

Comió mirando un rato de tele y volvió a subir para seguir trabajando. Y así pasó la tarde, mechando café con trabajo y algún comentario en su blog.

El ocaso lo encontró escuchando algo de música mientras preparaba la cena en ese ritual del día en el que el vino lo esperaba sobre la mesada de la cocina, abrazado al solitario copón que los uniría en la diaria danza culinaria a la que se abandonaban cada noche.

Se sirvió su plato y cenó leyendo algunas páginas más del libro que unos días atrás le había regalado una amiga.

Subió las escaleras hacia su cuarto absorto, tal vez hasta un poco borracho. Quizá por eso la sonrisa que le bailaba en la cara lucía un tanto estúpida.

Encendió un cigarrillo, el último del día, pero esta vez dejó la tele apagada.

Y mantuvo la sonrisa con la que había subido las escaleras, saboreándola como si aún permaneciera en su paladar el Malbec de la cena, mientras pensaba en lo loco que le resultaba que la ausencia de futuro fuera motivo de satisfacción plena.

Ya no había un “mañana”.

En algún momento del día, entre llamados de trabajo, comentarios en las redes, tele, almuerzo y cena, ese “mañana” que cada día se iba gestando con el paso de las horas se había disipado antes de cobrar la cotidiana vida que desde hacía un tiempo mantenía intacta.

El “mañana” de cada noche ahora era pasado.

Porque en algún momento del día, sin más aviso previo que la toma de conciencia y asumiendo el protagonismo de su propia vida, ese “mañana” que lo había atormentado cada noche había muerto,

por completo y para siempre,

a manos del “hoy”…

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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.

El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.

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