MONÓLOGOS DE UN HOMBRE CUALQUIERA

02-04-2020

Cuando arrecia la pandemia

La tormenta de estos tiempos
Cuando arrecia la pandemia

Mi indomable coraje aumenta, que con Dios yo iría a luchar.

Canción del pirata

La semana pasada, entre los comentarios acerca de mi nueva nota, una lectora escribió: “Qué lindo poder poner la cabeza en temas del corazón.”

Pude leer entre líneas una pizca de sorpresa porque yo, a pesar de los tiempos que nos están tocando vivir, había podido abstraerme lo suficiente como para poder conectarme con la vida, en medio de tanta angustia general.

Cómo es posible hacer caso omiso del miedo, de la preocupación y del hastío del encierro y sentarse a escribir sobre un tema cualquiera, que nada tiene que ver con el dominante en este momento?

Cómo es posible incluso que me la pase haciendo chistes en semejante época?

Cuando tenía 19 años, allá lejos, en diciembre de 1981, había conseguido mi primer trabajo y estaba a unos días de comenzar.

Sabiendo que por la fecha en que empezaba no me corresponderían vacaciones, le pedí a mi padre que me llevara con su barco a una isla del Delta y me dejara allí cuatro días, para vivir una experiencia distinta.

Así fue que un lunes por la tarde me dejó en el arroyo Durazno, en un predio que tenía una casita abandonada.

Ni bien se fue, puse la carpa, armé la caña y pasé un rato pescando. Más tarde encendí una fogata, cociné la boga que había sacado, cené y me fui a dormir.

A la mañana siguiente, más precisamente al mediodía, comenzaron los problemas. La inexperiencia hizo que llevara comida bien perecedera (salchichas y hamburguesas) y el calor se había encargado de estropearlas, haciéndolas incomibles.

Quedaban tres días por delante y ya no tenía más comida que unas galletitas que se acabaron a la tarde.

El miércoles amaneció nublado, feo, con viento del sudeste. Algo que yo sabía que no era nada bueno, ya que el viento de esa dirección frena la corriente y el río crece, por lo que pasé el día controlando el nivel del agua con una madera que clavé en la orilla y a la que le hice marcas con carbón.

Ya a la noche, después de haber pasado un rato al lado del fuego y bajo una tenue llovizna mientras escribía una suerte de bitácora, muerto de hambre y preocupado por la permanente crecida del río, me metí en la carpa y me quedé ahí recostado boca arriba, con la mirada clavada en el techo.

Cuando giré para ponerme boca abajo sentí cómo el piso (que era de plástico con un zócalo del mismo material) se hundía debajo de mí.

Abrí la carpa y vi cómo asomaba del río la punta del muelle que estaba ligeramente inclinado hacia arriba.

Todo lo demás a mi alrededor era agua.

Levanté el grabador que había llevado y lo subí al deck de la casita abandonada que, como todas en el Delta, están apoyadas sobre pilotes.

Para cuando bajé las escaleras el agua me llegaba a las rodillas y el piso de la carpa se arqueaba hacia arriba como buscando escapar de la marea. Manoteé el bolso con ropa y una frazada y volví a subir al deck, con el agua ya rozándome los huevos.

La lluvia era torrencial. Los árboles, hundidos en el agua, se arqueaban doblegados por la furiosa sudestada. Una oscuridad siniestra me hundía en su negrura, que cada tanto cortaba prendiendo la linterna, sólo para ver cómo el agua no paraba de crecer.

El verano pareció desaparecer para dar paso a un frío de la puta madre que me calaba los huesos. Empapado y recagado de frío me preguntaba cuándo iba a parar de subir el río, haciendo planes para treparme al techo si hiciera falta.

Me quedé unas horas envuelto en la frazada, abrazándome a mí mismo en un intento desesperado de mantener el calor corporal, todo acurrucado contra la puerta del deck y viendo cómo la escalera iba desapareciendo bajo el agua.

Y ahí comenzó la verdadera batalla. Una que yo estaba dispuesto a ganar. Empecé a hablar en voz alta cargándome a mí mismo diciéndome cosas como “Querías una experiencia distinta, pelotudo? Acá la tenés! Chupate esta experiencia distinta! Bieeeen distinta, como el boludito quería… el tipo no podía ser normal e irse cuatro días a la costa, no. Tenía que “dar la nota” como dice la madre. Bueno, ahora jodete. Tenés hambre? Comete los huevos pasados por agua que te cuelgan, payaso. Tenés frío? Andá a buscar el fuego que quedó bajo el agua”. Y con cada pavada me reía más.

Me paré y empecé a saltar en el lugar gritando a voz en cuello para entrar en calor. Tiré la frazada en un costado y me subí a la baranda agarrado del poste y asomado al agua comencé a cantar una canción de piratas que había aprendido en la primaria: “A la luz de la pálida luuuna, en un barco pirata nacíiii, fue abordaje la voz que en mi cuna, de escuchar a mi padre aprendíii”.

Y así pasé la noche. Gritando órdenes a imaginarios marineros, cantando la canción del pirata una y otra vez y riéndome como un pelotudo con cada ironía que se me ocurría en el camino…

Aquél miércoles de diciembre “se me vino la noche”. Tenía miedo, mucho miedo. “Encerrado” por el agua y con la angustia de no saber cómo iba a seguir todo ese kilombo que me estaba tocando vivir.

Pero no canté, hice chistes y grité “a pesar" de eso. Lo hice justamente por eso.

En “La historia sin fin” el protagonista gana la batalla cuando llena a la vacuidad (el vacío). Porque según él mismo reflexiona, es la única forma en que era posible destruirla.

Y eso fue lo que yo había hecho años atrás.

Aquella noche combatí a la angustia de la muerte con una cantidad enorme de “vida”. Llené el vacío con gritos corajudos, una canción de arenga y sonoras carcajadas. Y así despedacé al miedo, aplaqué la angustia y me banqué la tormenta.

Y volví feliz de haber ido.

Había conseguido lo que había ido a buscar, esa experiencia distinta que en un principio creí que era jugar a Robinson Crusoe, pero que después se transformó en nada más ni nada menos que en mi modo de encarar las épocas jodidas.

Un modo en el que cuando se viene la noche, me subo a la baranda y asomándome a la vida,

canto a voz en cuello,

hasta que pase la tormenta…

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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.

El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.

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