30-05-2019
El momento que más miedo da es justo antes de empezar.
Stephen King
Son muchas las veces que en la vida nos tocan “gordos” en el camino. Situaciones en las que el miedo nos paraliza, no nos deja actuar y nos mantiene sentados aun cuando nos estemos comiendo algún escupitajo como consecuencia de esa quietud.
Son muchas las veces en las que nos quedamos esperando que alguien más se ocupe del “gordo”, simplemente porque tenemos miedo a cobrar, al fracaso, a la derrota…
No encaramos un proyecto porque se nos aparece como demasiado grande y sentimos que no vamos a poder con él y mientras tanto sufrimos la frustración que supone quedarse con las ganas.
No cambiamos de vida porque es enorme el movimiento que hay que hacer y mientras tanto vamos perdiendo la sonrisa y las ganas de levantarnos de la cama.
A veces el miedo es tan tonto que lo tememos es un simple “no”. Y nos pasamos el resto de la vida preguntándonos qué habría pasado.
…
En 1975 vivía en el Sur, en una escuela de frontera en la cual mi madre era maestra, directora, cocinera y portera, como pasa en esas escuelitas en las que hay una docena de alumnos (en esta había quince) de los más variados grados.
Había terminado 7mo grado con mi madre como maestra y no había alternativa para colegios secundarios que no fueran en Esquel, a unos 70 km de mi casa.
Mi madre decidió entonces mandarme a Buenos Aires, a la casa de mis abuelos. Y para que el desarraigo fuera menos doloroso, decidió inscribirme en el Cangallo Schule, un colegio privado al que iba Esteban, el vecino del que fui haciéndome amigo.
El nivel económico de la gente que asistía a ese colegio estaba brutalmente por encima del mío, pero con algún esfuerzo logró que mi padre afrontara ese gasto. El detalle económico explica por qué yo valoraba tanto la campera de gimnasia nueva, a pesar de que no era de la marca que en ese entonces estaba de moda.
Al Cangallo iba también el gordo Muraschi, un mastodonte que nos doblaba en tamaño al resto de los pendejos que cursábamos primer año y que era un patotero de lo más jodido. Se la pasaba haciendo lo que hoy se conoce como Bullying a todo aquél que a él se le ocurriera joder. Por cabrón nomás. Porque era grandote y “malo”.
Así es que el día que en clase de gimnasia yo estrenaba mi campera estábamos sentados en el piso uno al lado del otro y el gordo decidió comenzar a escupir al aire a lo ancho de la hilera.
Todos se fueron corriendo hacia atrás hasta un momento en el que quedamos Muraschi y yo separados por el vacío que habían dejado nuestros compañeros.
Lo miré y desde lejos le dije que no se atreviera a escupirme.
Algo que el gordo se pasó por las pelotas, por supuesto.
Y un instante después caía sobre el costado de mi campera su certero escupitajo.
Me paré y caminé hacia él, mientras le bailaba una sonrisa socarrona como si me estuviera diciendo “qué vas a hacer, nene?” y yo trataba de controlar el miedo que le tenía.
Le borré la sonrisa de un golpe en el pómulo que lo hizo pegar contra el suelo.
Pero no alcanzó más que para que se comiera un tortazo y la sorpresa de que alguien se animara a hacerlo.
Se paró y se me vino encima, mientras yo reculaba pensando “este gordo me mata”. Caminando hacia atrás, alejándome del amenazante mastodonte, no vi la red de voley y caí de culo cuando al pisarla resbalé.
El gordo sonrió y se vino con todo. Pero “saltaron” un cuantos que se interpusieron en su camino y lo frenaron, amenazándolo con darle una golpiza si se atrevía a tocarme.
Resulta ser que Muraschi no era taaaan malo ni taaaan fuerte. Y ése fue el último día que jodió a alguien, ya que las pocas veces que lo intentó en los días siguientes, cobró todas las veces a manos de chicos que, ya desmitificado su poderío, le habían perdido el miedo…
No sé si él aprendió la lección o anda por la vida insistiendo en joder a los demás.
Pero yo aprendí la mía.
Desde aquél entonces, cada vez que un “gordo” se me cruza en el camino, antes de comerme un escupitajo, me paro, lo encaro y le doy con todas mis fuerzas.
Por supuesto que no siempre se queda en el piso. Por supuesto que no siempre recibo ayuda cuando tengo que recular. Y por supuesto que más de una vez, el “gordo” me pasó por arriba y fue él el que me durmió de un tortazo.
Pero la siguiente vez que quiero encarar un proyecto, cambiar de vida o buscar un “sí”, vuelvo a pararme con la misma determinación y vuelvo a encarar.
Porque en aquella oportunidad comprendí que hay veces en la vida que, por más miedo que pueda tener, es uno,
y sólo uno,
el que tiene que pararse a pelear…
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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.
El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.
Esta primera entrega es una selección de 60 monólogos, entre los cuales el lector encontrará algunos extractados del blog y otros absolutamente inéditos, para zambullirnos en el caos de afectos que nos embargan cotidianamente en este pasaje de ida sin regreso que es la Vida.