22-12-2017
El miedo es la emoción más difícil de manejar. El dolor lo lloras, la rabia la gritas, pero el miedo te atrapa silenciosamente en tu corazón.
David Fischman
–Si fuéramos grandes… te casarías conmigo? –le pregunté.
–Sí –contestó sonriendo.
Y como siempre fui un tipo muy lógico y deductivo, sentencié:
–Entonces somos novios.
Tenía 10 años y estaba sentado en el aula de 5to grado de la Escuela N° 15, al lado de Marcela Ambroa, una nena de 9, pelirroja (ahora todos saben de dónde viene mi obsesión con ese color de pelo), con brackets (en ese entonces se llamaban “aparatos”) en su sonrisa. Algo que a mí me parecía celestial, por muy loco que parezca (más loco es que me sigan pareciendo sensuales en mujeres maduras).
Ni bien me dio el sí, sellamos nuestro “compromiso” con un piquito o un beso en la mejilla (no estoy seguro), algo que en esa epóca era como hoy comerle la boca revolcándonos en el piso, pero que fue todo.
Yo estaba absolutamente “enamorado” de Marcela y a esa edad, si algo me gustaba, sencillamente “iba por eso”. Y parece ser cuando ese algo no era algo sino alguien, no había diferencia. Encaraba y se terminó.
Para cuando estaba en segundo año del secundario habíamos vuelto del Sur a Buenos Aires y yo cursaba en el turno tarde, en 2do cuarta del Nacional N° 9.
Era un colegio que hacía sólo dos años que era mixto, por lo que había pocas mujeres por división.
En 2do primera eran dos. Y una era Fabiana Reboiras.
Rubia, petisa y con una sonrisa que yo miraba con cara de tarado cada vez que pasaba a mi lado, Fabiana era –junto con su amiga– las únicas dos mujeres con las que yo no hablaba. Era amigo de todas, desde primero a quinto año, jodía con todas, me hacía el seductor con absolutamente todas, menos con ellas.
Con ellas ni hablaba. Nada. Ni “hola”.
Sólo tenerla cerca me generaba una presión en la boca del estómago que me enmudecía por completo, apagando de la primera a la última de mis neuronas, dejándome con cara de pelotudo cada vez que me la cruzaba.
Ya no era tan práctico como cuando tenía 10 años. Ya no iba por aquello que quería para mí. Algo me frenaba, a pesar de la arenga de El Pollo, que me repetía “por muy linda que sea, también caga. Imaginala cagando así la bajás del pedestal y la podés encarar, estúpido”.
Si bien lo que El Pollo me decía era realmente sabio, más allá del lugar de “ángel” que yo le daba, lo que me detenía era otra cosa. Lo que me anulaba como ser pensante, lo que me transformaba en un mononeuronal organismo, lo que no me permitía “ir por ella”, era el miedo al sufrimiento que me iba a comer si me decía que no.
Por supuesto que mientas tanto “sufría por amor”. Pero el miedo a ese “no” era más grande. Mucho más grande.
En quinto año yo era el último sobreviviente de una echada masiva de alumnos que había ocurrido cuando estaba en tercero. Era el único que después de dos años de dar las materias de tercero y cuarto libres, terminaba el secundario con sus compañeros. Un fenómeno. Pagado de mí mismo hasta la irritación del prójimo.
En quinto año era un canchero que se llevaba puesto al mundo. Que fumaba en clase y entraba botellas de cerveza al colegio en las carteras de sus amigas, para dejarlas en la heladera del kiosco porque las minas que lo atendían lo consideraban un pendejo con onda y le hacían el favor de mantenerlas frías.
En quinto año tampoco me animé a encarar a Fabiana…
Terminé el secundario y nunca supe más de ella.
Hasta que este medio me permitió ubicarla. Algo que hice sin más intención que poder decirle “hace 40 años atrás yo estaba “enamorado” de vos”. Y si la hubiese encontrado en la calle, se lo hubiese dicho mirándola a los ojos y con la misma sonrisa con la que lo escribí.
Y si piensa que soy un tarado que estoy usando eso para tratar de levantármela hoy? Y si cree que estoy loco? Por qué lo hice?
Porque después de Fabiana nunca más permití que el miedo me paralizara. Y no hablo sólo de encarar a alguien que me gustara. Nunca más permití que el miedo no me dejara hacer, que no me permitiera ir por aquello que quiero.
Descubrí que el miedo no es algo que hay que vencer y que incluso hasta puede ser un motor que puede ser usado a favor.
Descubrí que no sentir miedo me haría un temerario, un desquiciado. Y que valiente es quien hace, aún con miedo.
Como todos, he tomado pilas de decisiones en mi vida. Algunas veces, absolutamente seguro de lo que estaba haciendo. Algunas otras, completamente aterrado.
Pero nunca dejé de tomarlas.
Porque es tanto lo que se puede perder sólo por miedo. He visto tantas veces a gente disconforme con su vida en algún plano y sin embargo quieta, detenida en el tiempo, en una suerte de limbo diario del cual no pueden salir.
Pilas de personas que no buscan un nuevo trabajo y se quedan en el que están a regañadientes por miedo al cambio. Decenas que nunca terminan de comenzar ese proyecto por miedo al fracaso. Muchísimos sufriendo por amor por miedo a que les digan que no…
…
Quizás deberíamos aprender a convivir con el miedo. Tal vez deberíamos dejar de verlo como un enemigo y, quién les dice, hasta hacernos amigos de él.
Porque cuando te quedás quieto, corrés el riesgo de terminar 5to año,
que Fabiana se vaya,
y nunca más sepas de ella…
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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.
El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.
Esta primera entrega es una selección de 60 monólogos, entre los cuales el lector encontrará algunos extractados del blog y otros absolutamente inéditos, para zambullirnos en el caos de afectos que nos embargan cotidianamente en este pasaje de ida sin regreso que es la Vida.