MONÓLOGOS DE UN HOMBRE CUALQUIERA

28-05-2020

Un toco y me voy que nunca fue

Un toco y me voy

Me basta mirarte para saber que con vos me voy a empapar el alma.

Julio Cortázar

Era demasiado temprano, en hora y en época, como para que alguien llegara al pub aquella noche de verano...

En aquella época, Juan Salvador –el de la Costa (el original quedaba en Belgrano)– estaba frente al mar en el medio de la nada, a mitad de camino de los agrestes 12 kilómetros que separaban Mar del Plata de Santa Clara.

Apenas había comenzado la temporada y era la primera del pub que, recién inaugurado y sin promoción, contaba con el de boca en boca para competir con los bares de Alem e ir armando su propia gente.

Me había servido un Martini Bianco y estaba concentrado practicando “enganches” para cuando llegara la hora de comenzar a regular la música del ambiente.

Venía de un año trabajando en el mismo pub pero en Belgrano, unos de los corazones de la “movida” en aquellos tiempos.

Una vida de locos. Viviendo de noche, a contramano del mundo, con los vicios que esa vida conlleva. Alcohol, humo y relaciones ocasionales con cuanta mujer estuviera dispuesta hacían la envidia de muchos de mis amigos, a pesar de que yo estaba agotado de ese constante despilfarro de energía y horas de sueño.

Había llegado a Mar del Plata cuando Juan Salvador aún estaba en construcción y desde hacía unos días, había dejado un departamento que los dueños habían alquilado para mudarme a la planta alta del pub, a un cuarto que acondicioné como para que “estar” ahí fuera realmente confortable.

Y desde ese momento en el cual mi vida transcurría en esa enorme casona, intentaba bajar cambios de aquella locura que traía de la capital. Algo que no lograba del todo.

Una sorda ansiedad se mantenía viva en la boca de mi estómago, a pesar del cálido ambiente que las maderas oscuras, las luces tenues y el hogar de piedra generaban.

Los grandes ventanales de vidrio repartido que daban al enorme parque no alcanzaban para llevarse hasta el mar a ese malestar de base que me acompañaba todo el día y que por momentos se apoderaba de mis pensamientos, confundiéndolos, no dejándolos llegar con claridad a mi conciencia.

...

La puerta de entrada estaba emplazada perpendicular a la barra y una columna que sostenía el ángulo de la “L” que era el pub no permitía ver quién entraba hasta que la hubieran traspasado por completo, lo que hizo que su perfume llegara a mis sentidos antes de que pudiera ver cómo giraban en el aire sus negrísimos cabellos, haciendo las veces de un telón que se abría para que pudiera perderme en sus no menos oscuros ojos.

Esos ojos que ya conocía y que me mantuvieron inmóvil, con el disco girando en balde bajo mis dedos, mientras en la otra “bandeja” sonaba Paul Young con “Every time you go away” (Cada vez que te vas) y yo sonreía por la ironía que suponía que ese tema sonara mientras yo pensaba en todo lo que sentía cada vez que ella llegaba.

–Turquita… –atiné a susurrar.

Su mirada clavada en la mía y una acogedora sonrisa fue toda la respuesta que obtuve mientras se acercaba a la barra.

El escote de un veraniego vestidito que se bamboleaba al compás de sus pasos dejaba ver parte de sus pechos. Blancos, tersos, suaves a la vista. En forma de pequeñas gotas que remataban en los pezones que podían adivinarse por debajo de la delgada tela del vestido.

Se estiró para darme un beso por arriba de la barra, para dejarme en el aire cuando, a mitad de camino, se arrepintió y decidió dar la vuelta para hacerlo.

Al momento del encuentro de su cuerpo contra el mío los últimos acordes de Paul Young dieron paso a un silencio que nos cobijó mientras intentábamos infructuosamente fundirnos en la piel del otro.

Sin soltarla me senté en el taburete, abrí las piernas para dejarla entrar y acaricié su cabeza que ahora, ya apoyada sobre mi hombro derecho, parecía buscar el encastre ideal, cuando realidad era un modo más de refregarse como lo haría un gatito antes de acostarse.

–Hola –dejó caer en mi hombro.
–Hola –apoyé contra su frente.

Y en una córeo no ensayada, me paré, la tomé de la mano y subimos en silencio las escaleras.

Abrí la puerta de mi cuarto dándole lugar para que pasara. Sólo para interrumpir esa entrada tomándola por la cintura desde atrás, rodeando su abdomen con mis brazos y mezclando beso y mordida sobre su cuello, ahí, donde se junta con el hombro.

Se arqueó hacia atrás buscando mi boca mientras con mis manos separaba los breteles del vestido para hacer que cayera a sus pies.

Dio un paso como quien sale de un pocito, giró para encontrarnos sin despegar su boca de la mía en un tibio y lascivo retuerce de labios y ambos nos dejamos caer en la cama…

No fue el inicio de una historia de amor. Fue el segundo y último tiempo de un primero que había ocurrido en Buenos Aires tiempo atrás. Un primer tiempo que simplemente se había dado una noche cualquiera en la que se había hecho muy tarde como para volver a mi casa y que me llevó a dormir a la de ella. O al menos esa fue la excusa que encontramos.

No fue el caso de éste. Este segundo tiempo lo buscamos. Sin pretextos, sin excusas. Así, tan desnudos de alma como estaban nuestros cuerpos mientras mi piel se encontraba con la suya en ese cuarto escaleras arriba.

Aquella primera vez habíamos charlado, reído y nos habíamos puesto serios.

Pero esta vez, como ya conté en otro relato, la charla, la risa y el ponerse serios vino después.

Desayunamos en el balcón terraza envueltos en una frazada, en silenciosa contemplación de un amanecer sobre el mar que, cual las doce de Cenicienta, anunciaba el final de nuestro propio cuento.

“Hay quienes no vienen a quedarse en tu vida, vienen a tocarte e irse”, leí alguna vez por ahí.

Y ella me había tocado. Ya no había ansiedad. Se había caído en algún peldaño de la escalera a mi cuarto. O tal vez ya se había ido por la puerta del pub al mismo momento en que su perfume alcanzaba mis vísceras.

No sé cuándo fue. No sé por qué tampoco. Pero yo me había encontrado en ella, entre sus delgadas piernas, contra sus respingados pechos, en la humedad de su boca y lo profundo de su sexo.

Un mes después viviría un frustrado amor de verano que me tuvo a maltraer un buen rato, pero ésa es otra historia.

Porque en ésta algo en mi interior se había corrido de lugar para siempre. Algo muy dentro de mí había hecho espacio para que Marcela, la turca, se acomodara en ese rincón, justo ahí, donde los latidos cada tanto aún hoy pronuncian su nombre.

Ella se fue y yo trabajé allí el resto del verano. Hubo un segundo verano y Juan Salvador cerró sus puertas para siempre. Y hoy es una casona perdida en el continuo de construcciones que es el camino entre Mar del Plata y Santa Clara.

Hay quienes no vienen a quedarse en tu vida. Vienen, te tocan y se van.

Y ella vino y me tocó. Pero se fue sin irse.

Porque yo podría jurar que si hoy visito esa casona y subo las escaleras, voy a encontrarnos, en un tiempo y espacio alternativos, tan desnudos y abrazados como aquella noche de verano.

Y que si miro hacia el mar por la ventana del balcón terraza, un sol apenas asomado, no terminará nunca de salir, esperando inútilmente el momento en que volvamos a despedirnos envueltos en una frazada.

Porque hay quienes no vienen a quedarse en tu vida.

Y sin embargo,

vienen, te tocan,

y se quedan para siempre…

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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.

El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.

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