MONÓLOGOS DE UN HOMBRE CUALQUIERA

17-01-2019

Tal vez haya sido la lluvia

Tal vez haya sido la lluvia

Si me ves por alguno de tus pensamientos, abrázame, que te extraño.

Julio Cortázar

Tal vez haya sido la garúa que apenas superaba la categoría de bruma, no lo sé. La lluvia, y sobre todo esa silenciosa, tenue, casi imperceptible si no fuera por el vidrio de las ventanas que las capta para transformarlas en hilitos de agua, suele tener ese efecto en mí.

Lejos de ponerme melancólico –como a muchos les pasa– los días grises me resultan particularmente románticos, me conectan con mis más profundos sentimientos…

Por eso creo que aquella mañana, la llovizna fue la responsable. Porque había llegado al laburo en mi Ecosport gris, casi camuflado por el color del día y me había preparado el café como siempre hago, antes de subir a mi oficina en medio del placentero silencio que hay hasta que los demás llegan, un par de horas después.

Subí las persianas y recién en ese momento realmente reparé en la garúa en la que había llegado envuelto.

Me quedé con el café en la mano disfrutando de la deformada imagen de la calle que se armaba en una especie de pacto entre la realidad y aquellos hilitos de agua que la distorsionaban.

No encendí la luz y dejé que el reflejo grisáceo hiciera las veces de cálida lámpara para ambientar mi oficina. Desplegué la laptop y me senté frente a ella, dispuesto a comenzar a organizar mi día, cosa que siempre hago en ese rato de soledad previo al horario en que llegan los demás.

Levanté la vista por sobre la pantalla y vi mi reflejo en un espejo que hay en la pared frente a mí. Un espejo que está ahí tal vez porque mi oficina haya sido un cuarto antes (la empresa está en una casona de Villa del Parque) o porque el gordo que laburaba ahí antes de que lo echaran haya sido un vanidoso, no lo sé. Pero el caso es que está ahí. Y ahora me devolvía mi mirada, acentuando esta cosa de meterme para adentro en estos románticos días.

Y sin previo aviso, una profunda sensación me invadió. De golpe, sentí cuánto la extrañaba. Me dí cuenta cuánto tiempo había pasado y no lo podía creer.

Porque ella era todo para mí, como dicen los poetas cursis.

Era mi ancla, era el puerto seguro al que yo disfrutaba llegar cada noche después de mi jornada en “altamar”. Era mi calma en los días de tormenta, mi motor en los días de quietud.

Era la mujer que, como dice Jack Nicholson en “Mejor imposible”, hacía que yo quisiera ser todos los días un mejor hombre.

Era mi musa, mi cálido sol de domingo, era los colores de la paleta de mi arte.

Era mi compañera. La mina que había elegido para caminar juntos. Y la que me había elegido a mí. Para hacer proyectos y llevarlos adelante. Para capear cualquier dificultad y perseverar cuando hiciera falta. Y para tomar mate sobre la margen de algún río, sentados en el pasto y con la espalda contra algún árbol, en esos días en los que “esta todo bien”.

Ella era la mujer que me enriquecía a diario, que me hacía crecer, que me aportaba su vida como ofrenda a cambio de mi devoción por ella.

Con ella podía sentirme protector, algo que a mí particularmente me define. Y a la vez, tenía en ella el lugar para ser yo el protegido, esas veces que necesito recargar el tanque.

Ella me había hecho descubrir cuánta lascivia podía haber en la ternura cuando hacíamos el amor y cuánta ternura podía contener la lascivia a la hora de besarla al llegar a casa.

Por eso la extrañaba. Y por eso no podía comprender cómo había pasado tanto desde la última vez. La rutina, el darlo por hecho y por sabido nunca habían sido un impedimento. Pero por algún misterio de la Vida, de ésos con los que convivimos a diario, había transcurrido mucho tiempo.

Algo así como una semana…

Tal vez haya sido la lluvia...

Pero en un instante recordé cuánto la extrañaba.

Y por eso mismo, ni bien hube llegado a casa esa noche y después de darle el acostumbrado beso, le dije todo lo que sentía por ella.

Porque extrañaba la cálida sonrisa que me regalaba cada vez que, mirándola a los ojos como si fuera la primera vez y deteniendo el tiempo por un instante, le recordaba cuánto,

realmente cuánto,

significaba ella para mí…

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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.

El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.

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