29-11-2018
No te enojes. A veces el otro no te entiende. Lo explicaste mil veces, pero no lo ve. No es tonto. No es malo. No es indiferente. Es otro...
Estación de Letras
No quiero que nadie vaya a pensar que soy naif. El mundo está repleto de tontos, hijos de puta e indiferentes. Corran a esos a un costado.
Y ahora sí, escribo...
En muy pocas palabras y advirtiendo que es un recorte, les cuento que papá Freud define el complejo del semejante como ese momento de la vida en que nos damos cuenta de que nuestra voz es muy diferente a todas las demás voces.
No por más grave, por más suave o por más chillona. Sino porque es la única que resuena en nuestro pecho. Cuando el otro grita, se escucha afuera, como algo que llega a nosotros. Cuando gritamos nosotros, es claro que hay algo que sale.
La puta madre! El otro es otro, no yo...
Y a partir de ahí, el gran kilombo. Desde ese momento comienza la ardua tarea de entenderse, la monumental proeza de comunicarse con ese otro.
Mientras la cosa es allá en la infancia y las diferencias graves son de qué gusto es el mejor helado o si las chicas superpoderosas le ganan a Pikachu, nos la bancamos bastante bien. Nos peleamos con la tarada esa que no entiende que Pikachu es invencible cuando evoluciona en Raichu, pero al rato estamos jugando de nuevo con la muy pavota.
Pero cuando –ya grandecitos–, la cosa pasa por ideología, elecciones de vida, y alguna que otra 'pavada', el asunto cobra un tinte tan oscuro que muchas veces nos sentimos ciegos, en la impotencia de no saber hacia dónde ir. No tenemos experiencia en ser ciegos, no sabemos cómo manejarnos en semejante oscuridad...
Como dice el epígrafe, se lo explicamos mil veces, y el otro –pedazo de cabezadura– no entiende, no hay caso. Pero es aún más grave. El otro piensa lo mismo de nosotros. También está ciego, sin saber cómo hacer para que entendamos lo que a sus ojos es obvio. También se retuerce de la impotencia que le provoca chocar una y otra vez con nuestra testarudez. Y tampoco somos malos, ni tontos. Mucho menos indiferentes.
Cómo mierda hacer entonces? Cómo poder ver aunque sea un poquito de luz entre tanta sombra y lograr entenderse mutuamente? Cómo caminar con ese otro en la misma dirección, aún y a pesar de, las diferencias? Cómo ponerse de acuerdo?
Por supuesto que hay cosas en la cuales es posible que alguna de las dos partes tenga la razón. Y entonces frases como “ya lo va a entender”, “cuando se de la cabeza contra la pared se va a dar cuenta” son absolutamente válidas.
“Quien puede esperar no necesita hacer concesiones”, decía papá Freud. Y es así. En esos casos, me siento y espero. Porque es sólo cuestión de tiempo.
Pero cuando son los sentimientos lo que está en juego, todas y cada una de esas frases se van por el inodoro. Porque ahí ya no se trata de tener razón. Ahí no se puede tenerla.
Es imposible discutir un “siento que no me acompañás” o un “hace rato que siento que no te importo”.
No hay argumentos por los cuales se puedan rebatir esos planteos. No hay nada que rebatir. Sólo hay algo que en-ten-der.
Pero somos tan boludos que cuando no logramos ese entendimiento, rápidamente evolucionamos en Raichu para dar batalla, a matar o morir. Y nos paramos bien paraditos en nuestra posición y la defendemos atrincherados como si frente a nosotros estuvieran las líneas enemigas.
Ah, si habré evolucionado en Raichu en mi vida... pilas de veces. Un idiota absoluto...
Pero un día me conseguí un bastón, de ésos que usan los no videntes para orientarse. Pero no lo usé para dar golpecitos a ambos lados del camino, no. Lo agarré bien, bien fuerte y le dí flor de paliza a mi egoísmo, hasta dejarlo boludo. Dejé de mirar sólo mi ombligo y levanté la vista. Dejé de querer hacerme escuchar a toda costa y presté atención a lo que me decían.
Y descubrí que la empatía era el único camino que podía transitar si mi deseo era entenderme.
Con ese mínimo de conexión inicial, me bastó pedirle al otro sus lentes para poder mirar cómo se veían las cosas desde ahí.
Listo? A partir de ahí siempre estuve de acuerdo?
Para nada. No siempre.
Algunas veces descubrí que el otro, más que razón, tenía razones, motivos.
Y entonces estuve de acuerdo.
Y las otras? Las veces que no estuve de acuerdo con el otro?
Pasó algo maravilloso.
Lo comprendí...
+++++++++++++++++
Antes de cerrar, REGISTRATE (ABAJO) para enterarte antes cómo convertirte en Mecenas de un hombre cualquiera en cuanto esté listo el sistema, ya que algunos beneficios serán con cupo limitado.
Mientras tanto, si te gustó la nota y querés apoyarme, invitame un cafecito.
Sin pasaje de regreso
-/ ENVÍO GRATIS A TODO EL PAÍS /-
#amor #pareja #familia #hijos #convivencia #rutina #soledad #engaño #autoestima #egoísmo #mujeres #hombres #feminismo #cuidado #miserias #fidelidad #comunicación #belleza #conciencia #humor #sociedad #duelo #perdón y muchos más...
Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.
El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.
Esta primera entrega es una selección de 60 monólogos, entre los cuales el lector encontrará algunos extractados del blog y otros absolutamente inéditos, para zambullirnos en el caos de afectos que nos embargan cotidianamente en este pasaje de ida sin regreso que es la Vida.