MONÓLOGOS DE UN HOMBRE CUALQUIERA

05-10-2017

En tus manos...

En tus manos

Y si te abro mi corazón, y te enseño mi lado débil... Qué harías?

Pink Floyd, The final cut

Un cirujano cardiovascular es tan humano como cualquiera de nosotros. Tan expuesto al error como cualquiera de nosotros. Pero cuando está operando, no le puede temblar el pulso. No tiene margen para equivocarse. Se puede equivocar antes o después, pero no ese preciso instante en el que tiene – literalmente– el corazón del paciente en sus manos. Porque el escalpelo va a hacer un tajo ahí, en aquél lugar en el cual le va a costar la vida a aquél que está totalmente entregado en la camilla.

Mucha presión? Puede ser. Pero nadie lo obligó a ser cirujano.

Cuando pongo mi corazón en tus manos, en el preciso momento en el que te muestro mi lado más débil, tampoco podés titubear. Tampoco puede temblarte el pulso.

Mucha presión? Puede ser. Pero nadie te obligó a estar conmigo…

En la película Corazón de dragón, ya sobre el final, Draco abre su coraza y deja al descubierto su corazón para que Bowen pueda matarlo. Cosa que en la película en cuestión tiene sentido. Sólo muriendo Draco puede morir “el malo” y es por ese motivo que el dragón se sacrifica.

Pero cuando yo abro mi coraza a vos, no es para que me mates. Es para que beses ese corazón totalmente desnudo. Es para que lo acaricies. Para que lo cuides.

Lo pongo en tus manos para sentir la calidez del cariño, para que pueda latir lento hasta casi dejar de hacerlo en la calma del abrazo. Lo pongo en tus manos para que pueda acelerarse hasta el límite del infarto en la pasión de tus besos.

Por eso me cuesta tanto hacerlo. Por eso el miedo.

Pero un día llegaste y la coraza parecía tener vida propia. Parecía tomar la decisión por sí misma de exponerme, de entregarme por completo, de desnudarme hasta la vergüenza sin que nada pudiera yo hacer.

Intentos desesperados de protegerme fueron absolutamente inútiles. Algo en mí desbordaba mi piel y hacía de llave maestra, abriendo todas las puertas, rompiendo todas las cadenas, haciendo saltar hasta el último candado.

Y así la coraza se abrió. Sin la más mínima posibilidad de proteger mi corazón con algún artilugio. Sin ninguna chance de cubrirlo con algún escudo.

Irremediablemente expuesto, sólo me quedaba pedirte que fueras mi cirujana, que no te temblara el pulso, que pudieras usar el escalpelo sólo para rebanar cicatrices.

Porque ahí estaba yo, tendido en la camilla, con el corazón al descubierto. Completamente en tus manos. Totalmente entregado en la confianza que se tiene cuando ya no queda más remedio que confiar. Cuando no hay otra salida que esperar que el otro tenga el pulso lo suficientemente firme como para no lastimarte.

Y me mataste…

Tenemos pánico a que el otro nos despedace. Terror a que le tiemble el pulso. Y tal vez por eso, cuando empezamos a sentirnos bien con alguien, nos desesperamos por meter refuerzos a esa coraza que los años de tajos padecidos han construido.

No queremos sufrir. De ninguna manera queremos pasar otra vez por la agonía de tener el corazón roto. Y mientras no dejemos que el otro nos toque, estamos protegidos, tranquilos.

Pero el precio es altísimo.

Porque detrás de la coraza no llega nada. Porque nada sufro, pero nada siento.

Un corazón acorazado se pierde las caricias, las sonrisas, las charlas profundas, las pasiones desatadas. Se pierde del verdadero sabor de los besos, el perfume de la piel, el latir del otro corazón.

Se pierde las miradas, las risas. Se pierde las charlas, las lágrimas.

Se pierde de vivir, por más que siga latiendo…

Tengo mi propia coraza, como cualquiera que haya sufrido alguna vez.

Pero cuando estoy sintiéndome bien con alguien, cuando ese alguien me llega de alguna manera, hago lo que Draco. Abro la coraza y expongo mi corazón. Y le muestro mi lado más débil. Me pongo en sus manos y corro el riesgo de terminar en terapia intensiva.

Sin miedo?

Para nada.

Lo hago totalmente aterrado.

Pero el miedo a salir dañado no se compara con un miedo a algo que no me perdonaría jamás.

El miedo a,

por miedo,

dejar de vivir…

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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.

El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.

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