15-01-2021
Quizá sólo se trate de encontrar a quien te sigue mirando cuando tú cierras los ojos.
Elvira Sastre
Soy un tipo expresivo, demostrativo, sin vueltas. Alguien que cuando ama, te lo dice con palabras sencillas, te lo escribe en pomposas prosas y te lo hace sentir con actos concretos.
Alguien que, incluso, te lo “recuerda” con alguna flor sin motivos, un chocolate porque sí o una cena romántica sin que haya nada que festejar más que el hecho de ser feliz con vos.
Un tipo que da intempestivos abrazos en mitad de una charla y besos pasionales a mitad del día, saliendo del supermercado después de haber hecho juntos la compra de la semana.
Pero que a veces tan sólo suspira…
Subí las escaleras intentando hacer el menor ruido posible. Algo que se tornaba realmente difícil al momento de poner los pies sobre el crujiente entrepiso de madera.
Había sido motivo de grandes carcajadas el primer día que habíamos dormido allí, en nuestra nueva casa, y haber descubierto lo sonoros que se sentían los pasos hasta la cama.
Pero esa noche me había quedado trabajando hasta tarde y para cuando llegué al cuarto ella dormía hecha un retorcido nudo con las sábanas y frazadas que, aun en pleno verano, cubrían su lado del colchón para protegerla del aire acondicionado que yo ponía al máximo.
Medias de algodón, un jogging viejo y una remera aun más vieja completaban el bodoque del cual ella era la médula.
Parecía una muñeca de trapo desarticulada, con una pierna flexionada que invadía mi lado de la cama y la otra tiesa, pero en una diagonal tal que también atravesaba mi lugar.
Con un brazo aferrado a la almohada que cruzaba su cara para perderse por debajo de su pecho y el otro brazo, el derecho, retorcido por completo, dejándome ver la palma de su mano que asomaba del otro lado, la que entonces era mi mujer había conquistado todo el territorio del sommier.
La tenue luz del único velador encendido daba marco al escaparate de la vidriera a través de la cual yo veía a mi muñeca de trapo, ahí tendida, descansando despatarrada mientras la juguetería estuviera cerrada.
Me apoyé contra la baranda de hierro, crucé los brazos y me quedé mirándola por un tiempo.
Y por unos instantes un suspiro dibujó una etérea nube de aliento, que dejó caer sobre ella un imperceptible rocío de ese amor que no se dice. De ese amor que se calla porque las palabras que se usarían para intentar describirlo no harían otra cosa que menguarlo, que quitarle el gigantesco poder que sólo puede desplegarse en las vísceras, que sólo puede hacerse realidad en la presión de la garganta cerrada para mantener todo eso que se siente ahí, bien adentro, en los confines del alma.
Sonrió mi pecho y la garganta, piadosa, dejó salir un segundo suspiro.
Bajé las escaleras, me serví un café, subí al entrepiso de mi estudio dispuesto a trabajar un rato más.
Bien sabía que esa invasión a mi lado de la cama no duraría más que el tiempo que le llevara volver a retorcerse, algo así como unos quince o veinte minutos, según la experiencia dictaba.
Y no quise ser yo quien rompiera la magia de esa escena…
Encendí un cigarrillo y esperé que la máquina arrancara. Pero cuando estuvo lista, me quedé con la mirada baja hacia mi pecho trayendo las imágenes que hasta hacía unos minutos había disfrutado, saboreando ese amor que esa noche vestía harapos de ternura y se desparramaba en nuestra cama.
No habían pasado diez minutos cuando bajó. Somnolienta, refregándose los ojos, levantó la cabeza mientras seguía arrastrando los pies hacia el baño:
–Todavía trabajando? –balbuceó.
Sonreí. Sólo sonreí.
Pareció bastarle mi respuesta y siguió viaje.
Apagué la compu y subí al cuarto. Acomodé las mantas, la esperé en la cama y unos minutos después subía, tan dormida como cuando había bajado.
Abrí las sábanas para que se metiera y mientras lo hacía me acerqué a ella.
–Gracias… –susurré.
–Eh? –preguntó confundida.
No esperó respuesta, chocó sus labios con los míos y se durmió mientras me hacía una sonrisa como sustituto del “hasta mañana” que todas las noches nos decíamos.
Recuerdo que agradecí que no insistiera.
Porque el “gracias” era fácil de explicar.
Pero no habría encontrado sencillas palabras, ni pomposas prosas. Ni siquiera actos concretos.
No habrían alcanzado las flores, ni los chocolates ni las cenas románticas.
No habría suficientes abrazos ni sobrada pasión.
Nada, absolutamente nada hubiera alcanzado,
ni por asomo,
para explicar mi suspiro…
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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.
El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.
Esta primera entrega es una selección de 60 monólogos, entre los cuales el lector encontrará algunos extractados del blog y otros absolutamente inéditos, para zambullirnos en el caos de afectos que nos embargan cotidianamente en este pasaje de ida sin regreso que es la Vida.