17-12-2016
–Estás aquí?
–Nunca me fui.
–Por qué te quedaste?
–Por si me necesitabas…
Instagram.com/Escritos
Hace unos días me encontré con mi hija menor a “tomar la leche” juntos. Es increíble cómo van variando las charlas con ella a medida que crece. Alguna vez, “ayer”, cuando llegaba del primario, me contaba de la maestra guacha o de la compañerita con la que se había peleado. Y yo sólo la escuchaba y la aconsejaba.
Hoy la escucho hablar de novio, laburo, su proyecto de viaje a Nueva Zelanda. Y charlo y opino. También ella me escucha. También ella charla y opina sobre las cosas que le cuento de mi vida, esa vida que mientras era chica estaba oculta, silenciada: mis planes, mis sueños, mis alegrías y tristezas.
Y por eso puedo charlar con esta “mujer” de temas tan “de grandes” como el amor.
–Y por qué das? –me preguntó en un momento.
–Porque es lo que soy, es lo que hago cuando quiero a alguien –contesté. Y agregué: –“Estoy”.
Entre las capacidades que nos distinguen con un “10 sobresaliente” de los animales, los seres humanos tenemos una que utilizamos intensamente. Una en la cual parecemos todos expertos graduados en Harvard. Ésa que forma parte fundamental de las características que nos ponen en la cima de la cadena evolutiva, bien arriba, bien lejos del reino animal y todos sus animalitos. Pobrecitos ellos que no tienen esta facultad.
Aunque todos la conocen, se las presento en sociedad:
La capacidad de complicarlo todo. De hacer nudos marineros casi imposibles de desatar con las cuestiones, a mi entender, más sencillas de la vida.
Eso pasa, entre otras cosas, con el amor.
El amor nos sacude la cabeza, hace vibrar al cuerpo y llena de regocijo al alma. Está claro (no debo estar tan seguro de que esté claro porque lo estoy explicando) que no hablo del enamoramiento. No es a ese primer momento en el que la mente se atonta, el cuerpo parece perder toda capacidad de coordinar movimientos y el alma estalla al que me refiero.
Eso es flash. Golpe inicial. Calentura, bah.
Hablo del amor que pone la cabeza, el cuerpo y el alma en sintonía. Ése que te pinta una sonrisa en cualquier momento del día, mientras hacés la cola del Banco o estás esperando el colectivo para ir a laburar. El que te hace brillar los ojos cuando estás hablando de él o de ella.
Ése es el que es sencillo y nosotros vamos enroscándolo tanto que hace que haya pilas de boludos como yo escribiendo al respecto tratando de explicarlo.
Bueno, una batalla más en esta guerra que le declaré a nuestra estupidez el día que decidí comenzar a escribir. Ahí va:
El amor es estar.
Fácil, sencillo, simple. Estar.
No me canso de escribir opinando que el amor es trabajo, es construcción. Que hay que alimentarlo todo el tiempo. No voy a declinar en insistir en que flores en cualquier momento, un “te quiero” porque sí, ir tomados de la mano o besarte en medio del súper es parte de la cosa. Jamás voy a dejar de decir que “hacer el amor” es justamente eso: dos en una entrega absoluta al otro en busca del placer pleno, fabricando un momento de íntima conexión en cuerpo y alma.
Pero una parte fundamental del amor es simplemente “estar”
Estar es la forma de trabajo más intenso, más constante, más permanente. Es el modo más profundo de amar.
Porque no hay luces que lo iluminen, no hay música que lo acompañe. Estar es silencio en medio de una muy tenue luz que apenas dejar ver que hay alguien ahí, de pie, esperando el momento de actuar cuando haga falta.
El “estar” pasa inadvertido la mayor parte del tiempo. Nadie se acuerda de él. Casi no se lo ve de tan chiquito que parece.
Pero cuando cae la noche y necesitás de ese “estar”, ahí aparece. Listo para extender su mano. Presto a escucharte. Dispuesto a acompañarte. Con el pecho del tamaño de una muralla para que puedas apoyarte, con los brazos más poderosos que puedas imaginar para abrazarte, con una sonrisa amplia capaz de iluminar esa noche que estás viviendo. O un mar de lágrimas para regar juntos el camino si es eso lo que necesitás.
Y que no le importa cuán oscura o cuán larga sea tu noche. Sabe de memoria que el sol sale en algún momento y está dispuesto a caminar entre las sombras junto a vos hasta que ese momento llegue.
Y una vez que esa noche pasa, vuelve a la oscuridad y ahí se queda. Hasta la próxima vez que lo necesites.
Estar para el otro es la base más sólida sobre la cual el amor puede y debe descansar.
Es el bajo de un grupo de rock. Brilla el cantante, se luce el guitarrista, despliega sus dotes el baterista. Pero sin el bajo, todo suena a “lata”.
Por eso cuando amo, intento brillar como cantante para darte las más suaves melodías, me mato para lucirme como el guitarrista para hacerte sentir la intensidad de mi música y despliego mis dotes de baterista para que el ritmo sea constante. Pero mantengo ahí atrás, casi escondida, mi habilidad como bajista.
Por eso digo que amar es sencillo, es fácil, es simple.
Porque cuando amo, sencillamente,
sin vueltas ni roscas,
simplemente estoy…
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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.
El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.
Esta primera entrega es una selección de 60 monólogos, entre los cuales el lector encontrará algunos extractados del blog y otros absolutamente inéditos, para zambullirnos en el caos de afectos que nos embargan cotidianamente en este pasaje de ida sin regreso que es la Vida.