MONÓLOGOS DE UN HOMBRE CUALQUIERA

06-06-2019

Aquella tarde de invierno

Aquella tarde de invierno

Cuando el recuerdo no es nostalgia, es perfume para el alma.

- El autor

Eran las cuatro de la tarde de aquel domingo de invierno.

Después de ese rato de roja intimidad en el que nuestros ritmos se habían encontrado una vez más...

Después de haber saboreado esa perversa mezcla de irrefrenable lujuria y casi mística ternura que cada vez, todas las veces, construíamos recorriendo lentamente el sendero de nuestro más hondo placer.

Y después de ese rato que siempre venía después... de tu cabeza apoyada sobre mi hombro, tu mano sobre mi pecho y tu pierna cruzada sobre la mía. Mi mano recorriendo tu espalda con los dedos arqueados, apoyando apenas las yemas para cada tanto seguir de largo y hundirlos en tus glúteos. Y mi otra mano acariciando tu pelo para sentirlo correr entre los dedos, para rozar tu mejilla en el viaje, para sentir tu pecho al final del recorrido…

Me desenredé de vos suavemente, me puse los boxers y fui a la cocina a prepararme un café. A mis espaldas quedaste en la cama, después de un leve giro que percibí de reojo y un ronroneo de placer que me hizo sonreír.

Con esa sonrisa aún pintada en mi cara puse el agua y el café en la cafetera y me apoyé sobre la mesada mientras veía como empezaba a filtrar. Gota a gota se iba llenando la jarra hasta que el sonido del vapor anunció que ya estaba listo, en un paralelo metafórico de lo que habíamos vivido unos instantes atrás, cuando gota a gota fuimos haciendo el amor hasta llegar al vapor del placer consumado.

Me serví el café y volví a ese cuarto que en aquél entonces era sólo un ambiente generado por el placard que lo separaba del sector de la casa que hacía las veces de mi oficina.

Y ahí estabas… completamente desnuda tendida sobre la cama, en una suerte de diagonal que virtualmente no dejaba espacio, con una pierna suavemente flexionada y el pie apoyado sobre la pantorrilla de la otra.

Abrazada a la almohada que se perdía debajo de tus pechos levantando tu espalda y acentuando las curvas de tu cuerpo.

Por las hendijas de la persiana americana se colaba ese sol de invierno que acaricia y los rayos atravesaban tu cintura y parte de tus ancas, profundizando la sombra de tus glúteos proyectada sobre el inicio de tus muslos.

Me quedé absorto por un rato, recorriendo con la mirada cada centímetro de tu cuerpo, sintiéndolo a través de los ojos con tanta intensidad que hubiese jurado que estaba tocándote.

Di un sorbo al café y dejé la taza sobre la cajonera. Me dejé caer un poco hacia atrás y apoyé la espalda contra el placard en busca de sostén para absorber tu belleza.

Encendí un cigarrillo y le dí una profunda pitada, para que cuando sacara el humo pudiera esconder allí el suspiro.

Mientras te contemplaba en silencio, lancé bocanadas por arriba de tu cuerpo hacia los rayos del sol creando una suerte de arte visual que generaba un halo de celestial encanto.

Quería quedarme ahí para siempre. Quería desesperadamente retener ese momento.

Pero una foto jamás habría captado lo que yo estaba viendo, nunca habría reflejado las emociones que me embargaban, de ningún modo habría revelado la silenciosa música que podía escuchar en mi interior.

Fui hasta el escritorio a buscar papel y lápiz convencido de que podría dibujarte. Totalmente persuadido de que bastaría dejar que la mano se moviera a través de la hoja guiada por lo que sentía para poder eternizar el momento.

Lo intenté una y otra vez. Aún hoy no puedo dejar de sentir que podría hacerlo, a pesar de que aquel día la realidad me devolvió una y otra vez que no tenía lo que hacía falta para ser artista. No tenía ese don. No era algo que pudiera hacer.

Tiré el quinto bollo de papel al tacho, devolví el lápiz al escritorio y regresé al cuarto. Me apoyé sobre la cajonera y encendí un segundo cigarrillo. La taza con el café frío me hacía compañía sentada a mi lado.

Y así me quedé por largo rato...

Nunca me había dado por derrotado en mi vida y ese día no iba a ser el primero.

Clavé la vista en vos, la cama, los rayos del sol colados por la ventana. Recorrí tu cuerpo y acaricié tu esencia durante un largo rato y grabé a fuego en mis retinas todo el candor de aquél momento, toda la belleza, toda la música, todos los colores desplegados en ese museo privado en el que yo era el turista que contemplaba la obra de Dios.

Y así logré pintarte en mi alma.

Por eso hoy, muchos años después, me basta buscar dentro de mí para encontrarte desnuda, tumbada sobre la cama, con los rayos del sol acariciando tu cuerpo.

Y puedo quedarme mirándote mientras enciendo un cigarrillo,

que en cada pitada,

esconde el suspiro…

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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.

El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.

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