22-02-2017
El amor de padre rompe con toda lógica. Porque es la única forma de amor en la que uno trabaja todo el tiempo para que puedan irse.
El autor
Siempre desde mi punto de vista, cuando uno es padre enfrenta uno de los conflictos emocionales más grandes de la vida: trabajar intensamente, sin cansancio, para que ese hijo crezca sano, en todo sentido. Y en el área psíquica de esa salud, independiente.
Uno hace todo lo que se pueda para que ese ser, que en un principio no puede ni alimentarse solo –así de vital es el nivel de dependencia– pueda, un día, hacer su vida. Su propia vida...
Como alguna vez escribí, dejar que enfrenten las dificultades solos es quizás una de las partes más difíciles de ese trabajo. Es realmente jodido regular qué sí resolvemos por ellos y qué no, cuándo sí y cuándo no, en qué medida, qué tan paulatina o subrepticiamente vamos soltándoles la mano...
A lo largo de los años más de una vez he sentido que debería haberle pedido a la obstetra que se fijara bien si en la bolsa no había quedado el manual, pero según dicen, hubiese sido inútil. Porque los bebés no traen uno consigo.
Como sea, apelando a lo que tenga de temerario, fui haciendo. Fui criando. Fui trabajando para ese conflictivo final, ése en el cual un día, se van.
...
Cuando mis hijas eran chicas tenían –como todos los chicos– dos mil tazas para tomar la leche. Y –como todos los chicos– tenían una especial, la preferida. Esa que adoran por quién se las regaló, o por cuándo se la regalaron, o por lo que sea, pero que hace que sea la única que usan. En el caso de Guadalupe, mi hija menor, era una taza con los Looney Tunes como decoración.
La leche era en aquel entonces, uno de los grandes momentos juntos. Tal es así que todos mis clientes sabían que en ese horario no se podía contar conmigo para nada. Yo tomaba la leche con mis hijas, y ése era el momento para que ellas me bombardearan la cabeza con su día de colegio y me contaran hasta el último detalle de lo ocurrido en la jornada.
Los años pasaron y la taza de Guada siguió siendo la misma...
Dejó de ser esa nenita que traía del primario y empezó a ser la adolescente que llegaba del colegio en bondi. Pero, a “la hora de la leche”, su taza siguió siendo la de los Looney Tunes.
Y cada tanto, era más fuerte que ella decir “adoro esta taza, el día que me vaya de casa, me la llevo”.
Terminó el secundario y empezó a trabajar. Y siguió usando SU taza, ésa, la especial.
Un día, hace casi un año, conoció a Agustin y después de un tiempo durante el cual oficialmente era “el chico que está conociendo para que eventualmente termine siendo su novio”, la relación llegó a ese punto.
Comenzó a quedarse en su casa una noche a la semana, dos, tres... y un día, sin decreto oficial, comenzaron la maravillosa proeza de convivir.
Hace unos meses, cuando la que fue mi mujer se enteró, me dijo:
–Fuerte... no?
A lo que en ese momento contesté:
–No, no tanto como creés...
Porque todos estos años trabajé y trabajé surtido de amor para que mis hijas crecieran y pudieran “irse”. Para que pudieran hacer su vida, andar su camino. Lleno de orgullo de mí mismo por esa capacidad de respetar que son seres humanos y no una prolongación de mí en este mundo. Casi fanfarroneando con la serenidad con la que he ido absorbiendo su crecimiento. Real serenidad, real respeto, sano orgullo...
Todos los que somos padres de mujeres (había escrito “nenas” y lo borré para reemplazarlo por “mujeres”) recordamos la escena de “El papá de la novia”, cuando el tipo no entiende que esa “nena” que él está viendo por sobre la mesa, le dice que va a casarse.
Nunca fui ese padre. Siempre vi cada instancia del crecimiento y la maduración de mis hijas. Y sólo Dios sabe cuánto lo disfruté.
Pero el domingo pasado, por un instante, fui Steve Martin en esa escena. Y esta vez sí fue “fuerte”. Porque por un momento, ví a mi “nena”, esa de cinco años que llevaba al jardín, la que se resguardaba debajo de mi piloto cuando llovía, la que metía su mano dentro de la mía para darse calor en los días de invierno, esa nena que decía que su papá era “un seductor” y “un banana total” cada vez que alguno de los pibes que laburaban conmigo le preguntaba “cómo es papá?”. La nena que se trepaba a los postes de las paradas de colectivos como si fuera un mono... Esa nena que causaba gracia por el contraste de su carita y la risa de camionero que tenía cuando se reía a carcajadas... esa misma que un día se paró de golpe camino al jardín y leyó por primera vez una rejilla que decía “Agua”... }
Esa nenita, chiquita, con la sonrisita más inocente que pueda imaginarse... ésa era la que tenía ante mis ojos... y la emoción me desbordó...
Por qué?
Porque el domingo, casi con la misma sonrisa de aquella del jardín de infantes y recordándome que siempre había dicho que esto era lo que iba a pasar,
fue el día en que,
finalmente,
se llevó la taza...
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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.
El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.
Esta primera entrega es una selección de 60 monólogos, entre los cuales el lector encontrará algunos extractados del blog y otros absolutamente inéditos, para zambullirnos en el caos de afectos que nos embargan cotidianamente en este pasaje de ida sin regreso que es la Vida.