MONÓLOGOS DE UN HOMBRE CUALQUIERA

12-02-2021

Garúa de una noche de teatro

Garua de una noche de teatro

La melancolía es la felicidad de estar triste.

Victor Hugo

A mí, que creo que si Dios existe tiene cosas más importantes que hacer que ocuparse de particularidades, que digo que el Destino no existe porque es el diario del lunes contando lo que pasó el domingo y que el Universo sólo es una pila de estrellas sin ninguna posibilidad de intervenir en nada, siempre me causó cierta fascinación ver cuando las cosas pasan. Simplemente pasan…

El día anterior había ido hasta el teatro Astral a comprar la entrada. Ella cantaba en el Coro Kennedy y yo quería verla y que supiera que quería verla.
–Una sola entrada? –preguntó la mujer que me atendió.
–Ajá –contesté.
–Tanto te gusta?
Sonreí otro “ajá” y me quedé esperando la siguiente inevitable pregunta de chusma.
–Y quién es?
–Una hermosa mujer –contesté.
–Qué fila querés? –preguntó la mujer.
–Una que esté lo suficientemente cerca para poder verle la cara, pero que no sea la primera. Algo intermedio. Qué sé yo… diez?
–Nooo, tomá ésta de segunda fila –casi ordenó disfrutando su rol de Celestina.

De regreso a mi casa pasé por una florería e hice el envío que alguna vez conté que la magia había hecho que llegara en el momento exacto en que ella estaba por entrar a su casa. Esa misma magia que hizo que preguntara, haciéndose la graciosa, si eran para ella. La magia que hizo que se deslumbrara por la sorpresa que fue que el florista le preguntara si ella vivía en el 5to C.

Redacté una tarjetita en la que le decía que en este mundo del revés, en el que nuestras hijas se habían conocido antes que nosotros (en el colegio primario) ella actuaba al día siguiente pero yo le daba las tradicionales flores antes, en lugar de hacerlo cuando terminara la función.

Por esas confusiones que se dan cuando uno está en ese estado de enamoramiento que te pone un tanto estúpido, un día después estaba sentado en segunda fila y me pasaban a la primera porque en realidad mi entrada no era para esa función y alguien reclamó el asiento que yo ocupaba.

Par de horas de show en las que “como un duque”, como decía mi abuelo, me mantuve aparentando que estaba cómodamente disfrutando cuando en realidad la ansiedad presionaba mi pecho.

Finalmente el espectáculo terminó y fui a saludarla a la salida.

Allí, en mucha mejor posición que en la que finalmente quedé yo, estaban su hermano, la mujer de su hermano… y otro hombre.

Ahora había que ponerse la armadura. Morir de pie como los árboles y pedir que me enterraran parado.

Después de un siglo de un par minutos, finalmente salió, saludó a aquellos tres y se acercó hasta donde yo estaba atornillado al piso.

Puse mi mejor cara de “a mí nada me afecta” que los años de experiencia me dieron y la felicité por el espectáculo.

Cruzamos algunas palabras que por supuesto no recuerdo y, con los pies aún amurados a las baldosas, la vi alejarse para ir a cenar con el otro hombre. Sí, también con el hermano y su mujer, pero yo sólo veía a ese otro tipo. El que iba a hacer exactamente lo que yo había planeado proponer.

Garuaba. Ideal para aquellos que de alguna manera estamos ligados al arte y que sentimos cierta ridícula pasión por esta cosa de vivir situaciones que uno ve en las películas, aun cuando sean momentos de mierda.

Caminé las casi 40 cuadras hasta mi casa, con la mirada perdida y la garúa actuando sobre mi cara las lágrimas que no derramaba. Había cierta magia en ese caminar. Cierto romanticismo que, a pesar de la tristeza, no podía dejar de disfrutar.

Saboreaba la agridulce melancolía que me envolvía a cada paso que daba mientras iba por oscuras calles laterales casi esperando ver algún grupo de “homeless” cantando Gospel alrededor de un tacho de basura con fuego.

Había hecho todo lo que podía y quería hacer. Me había expuesto y me había tocado perder.

Hollywood me había abandonado. Y la película que había fantaseado en la que el tipo va a una función solo, se sienta en primera fila y con eso la conquista sólo había tenido correlato con la realidad en el momento en que en plena actuación ella había reparado en mi presencia y me había regalado una sonrisa.

Para después terminar caminando solo, triste, en una noche de garúa…

Terminó el año escolar. Ya no hubo encuentros diarios en la puerta del primario y las vacaciones nos separaron hasta el inicio de clases del 2004.

El tipo aquél era sólo un amigo del hermano. Alguien que claramente quería algo con ella, pero sin chance alguna de obtenerlo.

Algo de lo que me enteré cuando volvimos a vernos después de esos meses de verano.

Y esa mujer a la que yo había comenzado a sacar de mi cabeza terminaría siendo con la que a partir del 12 de agosto de ese año comenzaría a vivir una maravillosa historia de amor que duró nueve años…

Siempre me causó cierta fascinación cuando las cosas pasan. Simplemente pasan.

Y por eso, cuando a veces me encuentro caminando solo bajo la garúa de una noche cualquiera, con las manos en los bolsillos y la mirada perdida, no puedo dejar de recordar aquella otra noche.

Y sonrío en silencio y sin gesto.

Porque sé que a pesar de que Dios se ocupa de cosas más importantes, que el Destino es sólo un juego de palabras y que el Universo no tiene oído alguno, a pesar de todo eso, en algún momento,

las cosas pasan.

Simplemente pasan…

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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.

El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.

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