19-06-2017
Mi novia siempre se ríe cuando le hago el amor, no importa lo que le esté leyendo.
Steve Jobs
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Dedicada a mi sobrino Nicolás, el 'pendejo pelotudo' que me dice “viejo choto”.
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Que yo escribo sobre experiencias personales no es ninguna novedad. Y que eso excluye todo aquello que considero “íntimo”, tampoco.
Bien, a la mierda. Este borrego me ha dicho viejo decrépito tantas veces que me cansé. Por eso acá va, sin más trámite, la defensa de mi condición de macho. Y de paso, de la condición de hembra de la que fue mi mujer en esos años de viejos chotos que nos tocaron compartir...
Todo aquél que sea joven (y no hablo de espíritu, no seamos boludos... joven en serio) tiene la convicción de que su potencia sexual es imparable, que su capacidad para hacer el amor no tiene límite. Y que nosotros, los viejos chotos, la hemos ido perdiendo con los años, de la misma manera en que hemos perdido un poco de la vista, reflejos, elasticidad... (paro, porque la idea es escribir, no deprimirme).
Incuestionables estudios hablan de la edad de mayor rendimiento en el plano de la intimidad, edad que he dejado atrás hace ya unos cuantos años, por lo cual, es de suponer que hace esa misma cantidad de lunas que ya no tengo aquella potencia juvenil que me permitía hacer el amor como “un león”, como “un toro”, como “un tigre” (elijan el animal que les parezca más “macho”).
Querido Nicolás y toda la horda de jóvenes que adhieran al postulado de mi fanfarrón sobrino, quisiera enterarlos de la verdad.
Tomen nota:
En todos esos años de matrimonio, la que era mi mujer y yo hicimos el amor a diario. Más de una vez por día. Muchos días durante toooodo el día, sin parar (chúpense ésa).
No sólo no se fue detrimentando nuestra potencia, sino que crecía y crecía sin cesar.
Lo hemos hecho en posiciones y lugares que ni siquiera imaginan. Parados, sentados, recostados. Mirándonos a los ojos muchas veces. Otras de costado... con ella de espaldas, por supuesto. En nuestro cuarto, obvio. Pero también en el baño, en el living, en la terraza, al aire libre... hasta en casa ajena. Incluso en la camioneta.
No nos quedó lugar en el que no hayamos desplegado nuestras dotes de amantes ni hora del día en la que no hayamos tenido intimidad de la buena.
Yo, todo un león. Ella, sin duda, una leona.
Porque hemos charlado infinidad de veces mientras yo cocinaba o mientras ella lavaba los platos. Le hecho masajes en los pies y me ha rascado suave la espalda otro tanto. Nos hemos cagado de risa cuando yo imitaba a Tom Hanks diciendo “wi ol güeit” o cuando ella me tomaba el pelo por lo crédulo que puedo ser a veces. Hemos cantado a dúo a voz en cuello canciones de Drácula en mi oficina, en nuestra casa, en unas vacaciones en Costa del Este.
Hasta hemos hecho el amor sin tocarnos, yo trabajando y ella leyendo, pero en el mismo ambiente.
Vimos pilas de películas sentados en el mismo sillón, con su espalda sobre mi pecho y mi brazo por delante de ella. Hicimos claringrillas todas las veces que fuimos a pescar, incluso ese lluvioso día en el que estuvimos unas horas encerrados en la camioneta. Y todas las veces nos vanagloriamos de cuán buenos éramos haciéndolo, alardeando de nuestra imparable potencia, ya que no había crucigrama con el cual no pudiéramos.
Nos hemos reído juntos, hemos disfrutado de la vida juntos, nos hemos emocionado juntos. Hemos cantado y hasta bailado (esto último poco, no era cuestión de avergonzarla tanto). Hemos tenido charlas boludas y divertidas. Y otras profundas, no siempre divertidas.
Hemos llorado juntos...
En fin, hemos tenido intimidad con una potencia difícil de igualar.
Hicimos el amor desde nuestras primeras charlas, con sus pies apoyados sobre mi escritorio demandando mis masajes, hasta el mismísimo momento de separarnos, en la que fue nuestra última charla bajo el mismo techo, sentados en los banquitos de la cocina que compré para reemplazar los que ella se llevó.
Así que, pendejo pelotudo y horda de jóvenes que opinen igual: Si algún día logran hacer el amor la mitad de las veces que lo hemos hecho y con un cuarto de la intensidad con la cual lo hemos hecho, ése será el día en el que puedan sentirse “machos” y “hembras” realmente potentes.
Hasta ese entonces...
Y el sexo?
Ah, no, de eso no pienso escribir ni una palabra.
Porque esa faceta de la intimidad,
queridos pendejos,
califica como prohibida para lectores...
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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.
El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.
Esta primera entrega es una selección de 60 monólogos, entre los cuales el lector encontrará algunos extractados del blog y otros absolutamente inéditos, para zambullirnos en el caos de afectos que nos embargan cotidianamente en este pasaje de ida sin regreso que es la Vida.