MONÓLOGOS DE UN HOMBRE CUALQUIERA

10-12-2016

Pelota de trapo

Pelota de trapo

El dinero no hace la felicidad, pero causa una sensación tan semejante que hace falta un experto para notar la diferencia.

Hugo Guerrero Marthineitz

Navegar es un placer espiritual, pero necesitás 25 lucas verdes para comprar el barco. Escuchar en vivo a tu grupo musical favorito es alimento para el alma, pero la entrada cuesta un huevo. Invitar a tu mujer a cenar afuera es una de las tantas formas de decirle “te quiero”, pero vas a tener que pelar la billetera cuando quieras volver a casa…

Ir al teatro, al cine, a un recital. Tener un auto, una casa, vacaciones, los quince de tus hijas, útiles escolares, ropa, comida, viajar a Disney o a Europa… sigo?

La luz que disfrutás mientras leés, el cable para ver esa peli, el gas que le da calidez de refugio a tu casa en el invierno, el celular que te permite estar conectado con la gente que querés, la compu, Internet…

Sí, es mucho el “todo lo demás” que la Master sí puede comprar.

Y por eso le adjudicamos a la falta de dinero la responsabilidad de todos nuestros males. Vamos por la vida con cara de culo porque no tenemos esto o aquello. Porque no vivimos en la casa que querríamos o no tenemos ese auto que nos gusta. Porque no podemos irnos de vacaciones este año o porque esas vacaciones no son en el lugar que desearíamos.

Ni hablar de cuánta responsabilidad le cargamos a la guita cuando no alcanza para cosas más básicas. Cuando el mango que te falta es el que necesitás para pagar el alquiler o el morfi.

Cómo mierda vamos a ser felices así?

Cuando tenía 12 años, mi madre era maestra/directora/cocinera de una escuela rural en el sur. Daba clases ahí. Vivíamos ahí.

Hacía casi tres años que estaba instalada, pero no era titular. Un traslado pedido por otra maestra nos dejó, literalmente, en la calle. Chau trabajo, chau vivienda.

La mamá de una de las alumnas le prestó a la mía lo que era su segunda casa. Una construcción rudimentaria de madera con letrina por baño, ubicada detrás de una carnicería y situada en una villa miseria, tal como se las llamaba en aquél entonces.

No había guita para zapatillas, mucho menos para una pelota de fútbol. Por lo que durante esos meses que me tocó vivir allí con mi hermano menor, jugábamos con una pelota hecha de bollos de papel y trapos metidos en una media vieja y atada por todos lados en un esforzado intento de redondearla lo más posible.

Horas él pateando y yo atajando. Horas jugando. Horas de risas, cargadas y hasta alguna pelea. Muchas horas de “vida” disfrutadas…

Menos millonario, a lo largo de mi vida he pasado por todas las situaciones económicas posibles. Con picos en los que he estado muy bien y pozos en los que hasta bajé de peso por lo poco y mal que comía.

Y saben qué descubrí? Sí, eso que todos dicen, pero que a la hora de la verdad olvidan: no hay ninguna relación entre guita y felicidad. Nin-gu-na.

Alguna vez dormía tirado en el piso de mi oficina con mis hijas en dos colchoncitos a mi lado, sin un mango para poder comprar camas, y sin embargo era feliz de tenerlas conmigo. Alguna otra paseaba la mirada por los escritorios para decidir qué compu o monitor iba a vender ese mes para poder comer mientras mis hijas me pintaban con témperas toda la cara, la espalda y las piernas y disfrutaba de eso como si estuviera tomando sol en el Caribe.

También hubo un cuándo pude comer lo mismo que ellas en lugar de las dos peras que durante unos meses fueron todo mi alimento diario y hasta llevarlas de vacaciones.

Hubo una época en que debía cuatro meses de alquiler y estaba desesperado porque el Sistema Judicial de este país no me amparaba en mi necesidad de asistencia legal para litigar por la tenencia por el sólo hecho de vivir en el barrio “equivocado”.

En algún momento en el que me sobraba el trabajo y ganaba cada día más, tenía los ojos llenos de lágrimas durante todo el día. Y no es una forma de decir. Me despertaba con los ojos llenos de lágrimas. Me acostaba con los ojos llenos de lágrimas. Y trabajaba bajando los lentes cada cinco minutos para pasarme la mano para escurrirlos porque la mujer que amaba me había dejado.

Y unos años después disfrutaba de poder comprar una camioneta con esa misma mujer, con la que en ese entonces había formado una familia.

He tenido guita y estuve inmensamente triste, la he tenido y he sido plenamente feliz.
También me he cagado de hambre y de todas maneras era feliz y la he pasado como el orto en lo económico y encima vivía desesperado por mi situación familiar.

Repito: no hay relación directa entre guita y felicidad. No la hay, sin negar la importancia que el vil metal tiene.

Hoy tengo casa, auto, un buen laburo, algo de guita en el bolsillo…

No puedo comprarme un barco ni viajar a Europa, pero las cuentas a pagar mensualmente no son un problema. Y puedo darme más de un gusto.

Pero nada de eso es la base de mi felicidad. Y la guita que no tengo para algunas cosas tampoco es la base de mis tristezas.

Porque soy feliz, inmensamente feliz, porque aún en los momentos más difíciles de mi vida nunca dejé de ser,

ni por un instante,

ese nene que puede disfrutar de la vida

pateando una pelota hecha de trapos…

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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.

El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.

Esta primera entrega es una selección de 60 monólogos, entre los cuales el lector encontrará algunos extractados del blog y otros absolutamente inéditos, para zambullirnos en el caos de afectos que nos embargan cotidianamente en este pasaje de ida sin regreso que es la Vida.

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