MONÓLOGOS DE UN HOMBRE CUALQUIERA

06-03-2021

Mi lugar en el mundo

Mi lugar en el mundo

Si sabes que regresas a casa, el viaje nunca es demasiado difícil.

Angela Wood

Había sido un día de mierda. De ésos en los que uno hubiese preferido quedarse durmiendo hasta el siguiente amanecer. Repleto de contratiempos y conflictos que se sucedían en una ordenada cadena como si estuvieran haciendo la cola del banco y cada problema esperara que el de adelante fuera atendido para presentarse en ventanilla...

Ya desde temprano, alguno de los idiotas de siempre había estacionado su camioncito sobre Av. San Martín, que desde la construcción del Metrobus tiene sólo dos carriles, armando un gigantesco cuello de botella que hizo que, a pesar de estar a sólo unas cuadras, llegar al conocido puente de esa avenida me llevara el mismo tiempo que un viaje a la costa.

Llovía con cierta intensidad, por lo que el cigarrillo que encendí para pasar el rato de atasco resultaba incómodo de fumar, a menos que estuviera dispuesto a dejar que el agua entrara a la camioneta bajando el vidrio por completo.

La retorcida maniobra que tenía que hacer para soplar el humo por la hendija que había dejado hizo que lo tirara a la tercera pitada y con él se fuera el chupete que me calmaba los nervios.

El resto del día se había alineado con la obertura de kilombos con la que había comenzado y un sinfín de complejas situaciones con las que lidiar se desplegaron en el pentagrama de una sinfonía agotadora.

No pude almorzar más que un sándwich que comí de costado para evitar que las migas cayeran sobre el teclado y un vaso de coca que me tragué para poder bajarlo.

Y ya eran las siete de la tarde y todavía tenía el culo apoyado en el sillón tratando de resolver problemas de todo tipo.

Por eso, a medida que el día avanzaba, no podía dejar de pensar en las ganas que tenía de volver “a casa”. A mi hogar. A ese lugar en el cual el aroma a conocido te envuelve ni bien cruzaste la puerta. Ese espacio físico y mental que reconocerías aun teniendo los ojos vendados.

Estar “en casa” fue siempre mi agua en el desierto, el verde brote que se abre paso a través del cemento y te llena de vida cuando te mira a los ojos, la luz que encuentra el camino para colarse en el alma y acariciarla hasta adormilarte en un placentero lecho de paz interior.

“En casa” fue siempre calidez, amparo, suave protección. El fuerte al cual regresaba cada día después de la batalla.

Estar en casa fue siempre la cena que calmaba el hambre y el vino que apagaba la sed. El lugar en el cual podía desplomarme en el sillón y sacarme la armadura.

Por eso siempre ansiaba llegar. También en aquellos días que no habían sido de mierda. Aun en aquellos que hubieran sido espectaculares, nada podía compararse a la sensación de haber llegado a casa.

Y había pasado aquél extenuante día en particular mirando de reojo la hora, en una agonía interminable pero que a la vez me colmaba de una benévola ansiedad por la proximidad del momento en que podría partir para regresar a mi castillo.

Subí a la camioneta, encendí un cigarrillo y me dispuse a atravesar la última batalla con el tránsito de la hora de regreso.

Llegué, metí llave a la puerta que da al pasillo del PH en el que vivo y en dos trancos estaba abriendo la puerta de mi casa.

Entré y cierta inquietud se apoderó de mí.

Podía reconocer la mesa de oscura madera apoyada contra la pared de ladrillos y rodeada por esas sillas que alguna vez había pintado con barniz marino.

La lámpara colgada de la columna que separa la cocina del comedor iluminaba al duende que descansa sobre el soporte y que desde allí parecía invitarme a que me acercara y me sirviera una copa del estoico Malbec que cuida las espaldas de la copa a su lado.

Todo me resultaba familiar. Los sillones se asomaban desde el living, apoltronados debajo del entrepiso sobre el cual descansa mi estudio, la mesa ratona descentrada entre ellos parecía susurrarle a más gastado que yo había llegado y que se prepara a recibirme… todo, absolutamente todo estaba en su sitio.

Pero yo no lograba sentirme en mi hogar. No podía desplomarme y entregarme al descanso.

Detrás de mí, el sonido de la llave abriendo la puerta me sacó del sopor en el que estaba y una brisa fresca se coló y acarició mi nuca a mis espaldas.

Y entonces supe en dónde estaba. Y calmé el hambre y apagué la sed. Y me dejé caer para sacarme la armadura…

Giré y la abracé contra mi pecho. Tomé su cara por las mejillas, la besé suave y apoyé la cabeza sobre su hombro.

Ahora sí, finalmente, estaba en mi lugar en el mundo.

Ahora sí,

finalmente,

estaba “en casa”…

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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.

El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.

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