11-02-2023
La cosa más bella que podemos experimentar es lo misterioso.
Albert Einstein
Finalmente había llegado. Años recorriendo caminos y ahí estaba, frente a él, la puerta. Enorme, de color blanco antiguo, se la notaba sólida, segura. Sin mirilla ni manillar para golpear, sólo resaltaba el picaporte de bronce pulido que brillaba por el reflejo del sol.
Encontrarse con la puerta no le resultó sorpresivo. Sólo le generó alguna inquietud, ésa que se siente ante cualquier puerta cuando no está claro lo que alberga detrás.
Más aun cuando la puerta era lo único frente a él. No había paredes ni techo alguno que la contuviera. Era sólo una puerta en medio del camino. A sus lados podía seguir viéndose la pradera por la que había estado paseando durante los últimos días. Sólo era sostenida por el marco que se hundía en la tierra frente a sus ojos.
No dudó ni por instante y manoteó el picaporte.
Lo sorprendió lo liviana que la puerta resultó ser a la hora de abrirla, casi como si el bajar el picaporte hubiese disparado alguna forma de mecanismo automático.
–Hijo de puta… –dijo acentuando la “i” como si llevara tilde. Porque así pronunciaba la frase cuando iba dirigida a sí mismo.
La anciana sonrió cálidamente.
–Si te sirve de consuelo, no sos el único que se ha sorprendido –susurró.
No acertaba a comprender la contradicción que había entre la resplandeciente vitalidad que esa mujer desplegaba y la barbaridad de años que los surcos de su frente, la profundidad de las comisuras de sus labios y lo marcado de sus patas de gallo denunciaban.
Tal vez por eso, entre las decenas de preguntas que quería hacer, eligió la que parecía una trivialidad, pero que terminaría siendo el punto de partida para comprender lo que ocurría.
–Qué edad tiene? –preguntó.
La respuesta fue mucho más amplia de lo que esperaba.
–No tengo edad. Y por mucho que te cueste entenderlo, tampoco estoy frente a tus ojos.
–Holograma? –intentó adivinar.
–Algo así… pero sos vos el que lo proyecta –contestó la anciana.
El hombre estaba tan confundido que sólo atinó a decir:
–Dios mío…
–Ajá –contestó la anciana.
–Dios??? Usted ES Dios?? Toda mi vida viví equivocado?
–No del todo –lo calmó la mujer–. No voy a premiarte ni a castigarte. Porque no está en mi naturaleza juzgar. No es lo que hago. No es lo que soy. En eso tenías razón.
Y preguntó con vos suave:
–Esperabas un viejo con blancas barbas?
–No esperaba a nadie. A nada.
–Ésa es la parte en la que sí estabas equivocado –dijo ella–. Lo cual es bastante llamativo, por la clase de preguntas que te has hecho a lo largo de tu vida. Deberías haber esperado “algo” al menos.
–Decime cómo sos –pidió.
–No estoy en todas partes. Porque no estoy en ninguna parte. Son ustedes, los humanos, los que no pueden pensar más allá de un espacio y un tiempo. No estoy todo el tiempo mirando, del mismo modo que cuando vos pintás un cuadro, escribís un poema o creás cualquier cosa, no te pasás el resto de tu vida contemplándola. En resumen: no tengo las características “humanas” que me endilgan.
–Y qué sos, entonces?
–Para ponerlo en términos que comprendas… un ente, un motor. Al que le gusta crear desde siempre. Llevo la eternidad creando galaxias. Después de que creé en la que viven, por algún motivo me concentré en la tercera roca contando desde el sol y me pasé unos días metiéndole detalles. Cielo, día, noche… en eso no están tan equivocados.
–Y el séptimo día…
–Nah… yo no descanso. Yo creo, doy vida, en muchas más formas de las que conocés o incluso podés imaginar.
La puerta se cerró a sus espaldas al mismo tiempo que un sonido intermitente que los había acompañado todo el tiempo pasó a ser constante, para después de unos instantes dejar de sonar...
El silencio se instaló entre el hombre y la anciana.
–Y ahora qué hacemos? –preguntó él para romper el silencio.
–Vas a poder seguir preguntando todo lo que quieras –respondió la anciana.
–Eternamente?
–Ajá… –dijo ella.
–No hay premios ni castigos? Y los que fueron una porquería de personas?
–No tienen preguntas. Y se aburren por toda la eternidad, condenados a la ignorancia.
–Esto es la vida después de la vida? –dijo incrédulo.
–No –sentenció la anciana.
Y al instante agregó:
–Bienvenido a transitar
el primer día
del resto de tu muerte…
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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.
El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.
Esta primera entrega es una selección de 60 monólogos, entre los cuales el lector encontrará algunos extractados del blog y otros absolutamente inéditos, para zambullirnos en el caos de afectos que nos embargan cotidianamente en este pasaje de ida sin regreso que es la Vida.