22-01-2021
Hay cierto misterio en el amor que no logro comprender. Y me gusta que así sea.
El autor
Era tan sólo una apuesta. Una pelotudez más de esa época en la que vivía de noche. Como dije alguna vez, un pendejo que competía por la pole position al pelotudo del año, pero que mentiría si dijera que no lo disfrutaba.
Y ella era sólo una apuesta. Tan sólo cosas de hombres en plena pavada. Tan sólo una apuesta y sin embargo…
Ella había ido al baño al momento en que pedí la cuenta.
–Dice Paul que si el miércoles que viene venís con una pelirroja te invita lo que consumas –me dijo aquella noche el mozo de Caporale.
De primera no entendí a qué se refería. Hasta que caí en la cuenta de que el miércoles anterior había estado tomando algo con una morocha y en ese momento estaba con una rubia.
Yo era el encargado de Juan Salvador, un pub en Belgrano de moda en aquellos tiempos. Y Paul el que manejaba el pub en el que estaba, que también estaba entre los más frecuentados en ese momento.
Y ambos nos visitábamos en nuestros días libres.
Sonreí y por supuesto que acepté el reto.
Y ahora tenía una semana para conocer una pelirroja.
Dios debe haber decidido jugar al pelotudo conmigo porque el viernes, por esas maravillas que la vida te regala, entró a Juan Salvador la mujer que cumplía con el doble requisito de ser mona y sobre todo, pelirroja.
Me acerqué a la mesa y con cara de estar profiriendo una verdad sagrada le dije:
–Creeme lo que voy a decirte. Dios quiere que tomemos algo juntos el miércoles que viene.
Se rió de esa manera en que las mujeres te dan permiso para seguir diciendo idioteces y acto seguido le conté la apuesta.
–Ayudame a dañar la economía de Caporale, que ya sabés que es competencia –le dije.
Soltó una carcajada.
–Valeria –dijo, con tono de “es hora de que nos presentemos”.
Era tan sólo una apuesta. Un juego al que la invité a participar y que aceptó de buena gana jugar.
Pero ya la primera mirada encendió en mí cierta inaudible calma. Algo comenzaba a gestarse a fuego lento que despertaba ansias que yo no lograba comprender.
El celeste profundo de sus ojos presagiaba la tormenta de afectos que se gestaba en los rincones de mi pecho.
Su pelo caía por mechones sobre las pecas de sus blanquísimas mejillas como frontera de la selva de emociones que la melodía de su voz anticipaba.
Ya no escuchaba el murmullo de la gente ni el ruido de la música. Un enérgico silencio nos había envuelto dándonos una intimidad casi incomprensible.
En un acto heroico de renuncia al placer, tomé el pedido de ambas mientras la invitaba a venir al pub al día siguiente en horas de la tarde, en ese momento en el que no había nadie, en esas horas previas durante las cuales yo preparaba todo para la noche.
Eran las tres de la tarde cuando llegó. Sólo sabíamos del otro su nombre. No habíamos compartido más que unos minutos en medio del bullicio la noche anterior. No tenía sentido alguno la calidez que sentimos. Mucho menos los besos después de la silenciosa sonrisa mutua con la cual nos saludamos.
Y sin embargo, ahí estábamos. Sentada sobre mi regazo, con sus brazos rodeando mi cuello y tomada por la cintura, besándonos en un viaje al que yo me entregaba arrastrado por el correntoso río que manaba de su carnosa boca, envuelto en esa tierna lujuria que sólo puede darse cuando amás a alguien, pero que se desplegaba entre nosotros sin permiso, sin cumplir con el trabajo que supone construir el amor.
La mesa en la que estábamos terminó siendo la cama que albergó nuestros cuerpos, que por momentos estallaban en risa por lo incómodo de algunas posturas.
…
Dueño y señor del pub en ese momento, nos preparé el café italiano que roció nuestra charla. De alguna manera que aún hoy no comprendo nos habíamos conocido en ese rato de impúdica lascivia y la charla era casi trivial, como cuando se conversa con alguien con quien hace años que compartís tu vida.
Una charla de amigos, de compinches, de cómplices que tenían por delante un juego tonto que había surgido el miércoles anterior, cuando Paul había propuesto aquella apuesta pelotuda.
…
Unos días más tarde compartíamos la cena en Caporale y reíamos del “daño” que le estábamos haciendo a la competencia al pedir un postre para el cual ya no había hambre suficiente pero que de todos modos ordenamos, sólo para engrosar la cuenta que no pagaríamos.
Y esa noche fue una cama real la que sostuvo nuestras almas. La misma cama escenario del desayuno durante el cual nos despedimos.
Habíamos hecho un viaje juntos y sin comprender muy bien por qué, el viaje había llegado a su fin.
…
Fue tan sólo una apuesta. Una estúpida apuesta. Un rato de superficial diversión de jóvenes dispuestos a jugar.
Y sin embargo, cada vez que traigo a mí el recuerdo de sus profundos ojos azules, su jugosa boca, la suavidad de su piel y las tintineantes pecas de sus mejillas, cada vez que recuerdo aquella charla en el pub y aquel desayuno en la cama, un dejo de dulce nostalgia acaricia mi alma y aquél enérgico silencio vuelve a instalarse en mí.
Y me trae una pregunta sin respuesta que se mezcla con el vino de mi copa y se pierde en la nube de mi cigarro.
Porque ganamos aquella apuesta.
Pero tal vez,
sólo tal vez,
perdimos el amor que pudo ser…
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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.
El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.
Esta primera entrega es una selección de 60 monólogos, entre los cuales el lector encontrará algunos extractados del blog y otros absolutamente inéditos, para zambullirnos en el caos de afectos que nos embargan cotidianamente en este pasaje de ida sin regreso que es la Vida.