MONÓLOGOS DE UN HOMBRE CUALQUIERA

24-08-2017

Devórame otra vez

Devorame otra vez

Deberías haberme dado tiempo para poder ir cumpliendo la promesa que mis besos te hacían...

El autor

“Qué buena que está la hija de puta! Te juro que la parto al medio” bien podría ser la frase que condensaría el deseo animal que te asalta cuando tenés enfrente alguien que te atrae mucho físicamente.

Querés arrancarle la ropa, partirle la boca, arrojarla a la cama. Saltar sobre ella para darte un buen revolcón, de ésos en los que es difícil distinguir si estamos teniendo relaciones o compitiendo por un campeonato de lucha libre.

Romper cosas en el camino, caer de la cama, golpearte la cabeza… todos síntomas que denuncian la increíble pasión que estamos viviendo.

Porque eso es la pasión… no?

Cuando tenía 19 años y trabajaba en el que era el Banco de Italia, atendía el sector de plazos fijos. Ahí hacía las preguntas de rutina para completar los datos: apellido y nombre, DNI, dirección… y ahí –si la mujer que tenía enfrente me gustaba– metía el chiste rompehielo:
–Horario en el que sale del trabajo?

Sí, una boludez. Pero funcionaba.

Así conocí a Elvira, una abogada pelirroja (ya a esta altura todos saben de mi debilidad por este color de pelo) de 38 años.

Treinta y ocho… yo, diecinueve…

El tipo chocho. Se iba a encamar con una mina con experiencia…

Café, auto, telo… todos contentos.

Ya ambos relajados, me dice:
–Esto es un deporte para vos, no?

Supongo que por mi falta de experiencia en ese entonces, creí que me criticaba por no haberme ocupado lo suficiente de ella. Cosa que hice de inmediato. Para después, desnudando cuán boludo inexperto era, preguntar:
–Seguís pensando que para mí esto es un deporte?

Me miró con ternura casi maternal (ya sé, ya sé… el Edipo a full) y me explicó que yo no había entendido nada. Que ella se refería a que a mí me daba lo mismo si era ella o cualquier otra. Que tener relaciones era para mí como engullir una comida hasta empacharme.

Cómo podía ser que me dijera semejante cosa? Si habíamos tenido la pasión completa, entrando a los besos, con esa desesperación hollywoodense, tirando la ropa en el camino y hasta cayendo de la cama en algún momento…

Saben qué?

No sé si era un deporte. Pero de lo que estoy seguro es que por aquél entonces “devoraba” el plato. Me daba atracones sin importar si lo que tenía enfrente era una hamburguesa de McDonald´s o la más exquisita receta de autor.

Y en ese sentido... Elvira tenía razón. Eso no era pasión. Eso era… cómo decirlo?

Podríamos intentar cargarle las tintas a las jóvenes hormonas, pero no sería cierto.

Porque cuando tiempo después estuve de novio viví, por primera vez, la que a mi juicio es la real pasión. Ésa que hace que te entregues a disfrutar muy lento del otro. Esa pasión que te lleva a saborear cada bocado. La que va siendo pasión en la medida en que la vas conociendo, en que vas aprendiendo cómo se entrega, qué le gusta, cómo te anuncia su momento…

En la Biblia, texto metafórico por excelencia más allá de las creencias que puedan tenerse, cuando una pareja tiene relaciones se describe así: “Y entonces se conocieron”.

Lo cual en alguna medida es cierto. Porque para darse atracones ni hace falta sacarse la ropa. Pero para degustar, para llenarse del sabor del otro, hace falta desnudarse por completo. Y no, no estoy hablando de quitarse la ropa, como leí por ahí.

Para que la pasión sea realmente pasión hace falta desnudar el alma.

Y eso lleva tiempo. Porque “conocerse” lleva tiempo. Desnudarse lleva tiempo…

Hace unos días llegué a casa y no tenía ganas de cocinar. Compré salchichas, pan, Coca y me mandé al buche 6 panchos repletos de mostaza y salsa golf. Todo en menos de 20 minutos, incluido el tiempo de cocción de las salchichas.

Lo disfruté?

Sí. Nadie niega el placer de un buen atracón.

Pero cuando quiero pasión, me entrego a la cocina. Trato de ir conociendo la carne que voy a saborear. Voy buscando las especias que mejor combinen para realzar su sabor. Me tomo todo el tiempo que sea necesario para ir cocinándola y en el camino disfruto del aroma que despide, del color que va tomando, del sabor que se va haciendo más y más intenso a medida que voy probándolo…

Voy improvisando para ir aprendiendo la mejor forma de cocinarla.

Y hay un momento en el que decido que ya está, que ya conozco ese plato lo suficiente como para que me anime a entregarme a degustarlo, a saborearlo, a mezclarlo con pequeños sorbos del vino que estoy tomando…

Y entonces me desnudo y la cena dura horas…

Y si tengo suerte y la receta que tengo enfrente es realmente exquisita, no va pedirme que la devore.

Va a susurrarme al oído,

con la verdadera intensidad de la pasión,

que mañana la saboree otra vez…

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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.

El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.

Esta primera entrega es una selección de 60 monólogos, entre los cuales el lector encontrará algunos extractados del blog y otros absolutamente inéditos, para zambullirnos en el caos de afectos que nos embargan cotidianamente en este pasaje de ida sin regreso que es la Vida.

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