MONÓLOGOS DE UN HOMBRE CUALQUIERA

07-07-2017

Cuando pase el temblor

Cuando pase el temblor

Me encontré con este espacio de nuevo, con ese niño que me habita.

Fabio Massaro, entrañable amigo

Si digo que cada tanto la Vida nos lastima no creo que nadie se atreva a contradecirme. Todos y cada uno de nosotros tenemos ejemplos autorreferenciales que avalan esta sentencia.

Pero a mí me gusta más decir que la Vida nos marca, nos cincela, nos va dejando cicatrices como consecuencia de esos temblores que nos tocan soportar cada tanto. Va, de alguna manera, agrietando esa tersa piel con la venimos al mundo, en una cruel sociedad con el paso de los años, que aportan lo suyo al detrimento de lo que vemos en el espejo cuando nos lavamos los dientes. Pero, paradójicamente –o tal vez no– las cicatrices que quedan son las partes más fuertes, más sólidas, más resistentes de nuestra piel...

Para los inicios del año 2001 el temblor tenía proporciones de terremoto. Mi agencia de publicidad estaba fundida. Y como mi empresa era yo y no una SRL o una SA, en realidad era yo el que estaba fundido.

Y no sólo económicamente.

Me había separado a principios de 2000 y estaba en una batalla campal con la madre de mis hijas, digamos que por cuestiones de diferencias en el modo de criarlas. En la impotencia de que el Sistema legal de este país no protege a nadie, menos a un hombre en el lugar de “madre” de sus hijas.

Estaba absolutamente derrotado, de rodillas.

Como pude, me fui parando. Laburé como un burro, me rompí el culo y sobre fin de año comencé a ver la luz. A tal punto que llegué a pagar por primera vez la cuota del préstamo que mi hermana me había conseguido en su momento y cuyas cuotas pagaba ella hasta ese entonces.

Había sido un año muy, muy difícil, pero para noviembre comenzaba a pararme.

Claro que era noviembre… de 2001. Un mes antes del desastre nacional que aquél diciembre fue.

Obviamente que no me afectó en dineros en el Banco que no tenía, ni en propiedades que tampoco tenía para vender en ese momento, pero me despedazó. Me golpeó en la mandíbula desde arriba, cuando aún tenía una rodilla en la lona en la que había estado noqueado. Todos mis clientes dejaron de producir hasta que se viera adónde estaba yendo el bendito país y me quedé nuevamente sin una fuente de ingresos genuinos.

Qué hice?

Canté en el palo mayor de mi barco mientras el agua de la tormenta me pegaba en la jeta. Durante el 2002 jugué con mis hijas como nunca, participé en la Cooperadora del colegio, armando toda clase de cosas para los chicos. Actué y canté en los actos escolares, inventé las Olimpíadas magistrales para el Día del Maestro en las que los docentes participaban en juegos compitiendo entre ellos, hice una kermesse para el Día del niño, llevé al Coro Kennedy –de la mano de quien después fue mi mujer– para recaudar fondos… en fin… saqué a ese chico que llevo adentro y lo dejé tomar las riendas de mi vida. Jugué, creé, me divertí, reí, canté. Hasta bailé (Dios… debo haber estado fuera de control para eso).

Por supuesto que nada de esto fue lo que arregló lo económico. A la par de toda esta “fiesta” volví a romperme el trasero para generar trabajo y poder salir adelante una vez más.

Pero fue ese chico el que dejó que lo ayudaran, el que se permitió conectarse con la Vida, el que me dio el oxígeno que estaba necesitando para poder soportar estar debajo de la ola de mierda que me estaba tocando bancarme.

Alguna vez estuve sentado en el piso en traje de baño para que mis hijas me hicieran un “body painting” con sus témperas mientras yo elegía con la vista cuál de las computadoras que tenía iba a ser la que vendería esta vez para poder comer… pero no por eso me perdí ni un poquito de sus risas al ver cómo estaba quedando yo, todo pintado.

Alguna otra lloré mientras lavaba desesperadamente en la bañera dos joggins nuevos que habían vuelto todos manchados de grasa por el descuido del adulto que había estado con ellas por un rato, pero no por eso me perdí de disfrutar de sus “sos el mejor papá del mundo” que me repetían cada noche, haciendo caso omiso de mi “me alcanza con ser un buen papá para ustedes”.

Alguna vez sufrí porque la tarta de atún no iba alcanzar para dos comidas porque mi hija menor, con escasos 5 años, comía como un rinoceronte y me pedía más después de comer dos porciones… pero no por eso dejé de ver su sonrisa de camionera hambrienta con la que recibía esa porción “extra”.

Hay momentos en la vida en que las cosas se pueden poner jodidas. Muy jodidas.

En general, son épocas en las cuales quedamos incapacitados para conectarnos con el mundo. Todo tiembla bajo nuestros pies y no sabemos de dónde agarrarnos. No vemos una maldita luz en ese camino que no para de sacudirse, víctima del terremoto.

En algún momento estuve ahí. Quieto. Ciego. Sin saber hacia dónde ir ni a qué aferrarme.

Hasta que pude encontrarme con ese chico…

Para él las cosas son más sencillas. No sabe de guita, de acreedores enojados, de alquileres impagos… No sabe de jueces imbéciles ni sistemas legales de mierda…

Sabe jugar, reír y cantar. Sabe dibujar y pintar. Sabe ver pelis con sus hijas y disfrutar de las fantasías. Sabe aprovechar el temblor para bailar.

Tal vez sea tan sencillo como dejar que ese pibe tome las riendas de la parte de la vida que es inmutable, de esa parte que no cambia con más o menos guita, que es igual con el alquiler al día o debiendo cuatro meses.

La risa, la música, el baile, el arte… no saben de “estupideces” como las que acabo de describir. A la risa le importa un carajo cuántos meses de alquiler debés, la música se pasa por la entrepierna a los acreedores enojados, el arte se caga en el juez imbécil. Todos juegan con vos y te dan la mano para que puedas mantenerte parado aún en medio del sismo. Para que esa oscuridad no sea tan grande. Para que puedas caminar.

Por eso hoy, cuando siento que se abre alguna grieta bajo mis pies, me acomodo en el sillón a esperar a ese pibe. Que siempre aparece, se acerca, me da la mano y me lleva de paseo.

Y canto a voz en cuello actuando como si estuviera en un escenario, bailo por toda la casa como si lograra sincronizar alguno de mis espásticos movimientos, hago chistes con absolutamente todo, actúo publicidades o líneas de películas imitando al original…

Y si el sismo es muy grande?

No sé ustedes.

Yo, esos días en los que nada alcanza y hasta que pase el temblor,

me siento frente a la compu y escribo.

Como hoy…

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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.

El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.

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