MONÓLOGOS DE UN HOMBRE CUALQUIERA

20-11-2016

En lo profundo del alma

En lo profundo del alma

Lo que hacemos en esta vida resuena en la eternidad.

Russell Crowe, en Gladiador

“A las palabras se las lleva el viento” es uno de los dichos populares más conocidos y tal vez, uno de los que tienen más consenso entre los mortales que nos autoproclamamos pensantes.

Por lo que creo que si comenzara escribiendo en formato de pregunta si están de acuerdo con este postulado que deja al hacer como única opción válida, los “sí!” no se entenderían por lo mezclados que estarían con los “por supuesto!”, “más vale!” y “obvio!” que sonarían al mismo tiempo, en una suerte de coro mal sincronizado.

Son los hechos los que cuentan. Sólo lo que hagamos es lo que tendrá real peso en el otro. Son los actos los que tienen consecuencias.

A un ser humano se lo mide por lo que hace, por los efectos que tenga todo aquello que ponga en acción y lleve adelante, no por lo que pueda decir, no por las fútiles palabras que pueda esgrimir.

Chamuyero, adulador, charlatán, versero, farsante… hay pilas de adjetivos que denuncian a la palabra como antagónica del hacer. Como opuesta a los hechos, que son los que realmente valen.

Bueno… no. No es cierto.

No es verdad que las palabras sean tan livianas como para que el viento pueda llevarlas más allá de los confines de la memoria.

Las palabras son poderosas manos capaces de levantar muros y de derrumbarlos, de convocar al amor o llevar a la guerra, de construir un sólido vínculo o despedazarlo.

Pueden hacernos sonreír, aún en un momento difícil, y así traernos a la superficie, o pueden hundirnos en la más profunda de las desolaciones, dependiendo de lo que esas palabras digan. Dependiendo de quién las diga. Dependiendo de cómo las diga.

No son un cúmulo de frágiles letras que cualquier brisa pueda desordenar quitándoles su sentido para terminar haciéndolas desaparecer en el horizonte del pasado. Son una de las herramientas más poderosas que el ser humano tiene.

Con nuestras palabras podemos mimar, calmar, alegrar infinitamente al otro. Pero también podemos desgarrarlo, destrozarlo, dañarlo irremediablemente…

Las palabras son un cincel que puede tallar suaves curvas en lo profundo de nuestro ser o partirnos al medio, con sólo cambiar el ángulo con el que lo estamos usando.

Y no se las lleva el viento.

No hay huracán que pueda llevarse los “papá” que me dijeron mis hijas por primera vez.
Ni ciclón que pueda disipar aquél “¿podemos empezar a llamarlo amor?” que esa mujer escribió en un mail.
No existe en la faz de la Tierra tornado con la fuerza suficiente para llevarse pilas de palabras que me dieron paz interior, alegría, emoción, en fin… vida.

Son las palabras que viven en mi pasado las que de alguna manera van colaborando en la elección de los caminos que voy transitando en esta vida.

Son las de mi presente –las que digo y las que me dicen– las que forman parte del constante movimiento de mi alma.

Son las que espero escuchar las que me motivan a seguir…

Pero tampoco existe Eolo ni cualquier otro dios del viento tan poderoso que pueda llevarse las palabras que pusieron a mi alma de rodillas y me llenaron de desolación en algunos momentos de mi vida. Ésas que abrieron heridas que me hicieron sangrar silenciosas lágrimas y que dejaron profundas cicatrices que cada tanto –sin aviso previo– se abren y dejan caer alguna que otra gota más de salada sangre…

No, no hay viento que sea tan fuerte como para borrar las palabras que, a lo largo de mi vida, fueron pesadas piedras en el camino que tuve que aprender a cargar, más que a intentar esquivar.

Y así voy, cargando un montón de palabras en lo profundo del alma. De las más maravillosas que puedan pensarse y de las que preferiría no haberme enterado de su existencia, todas con el suficiente peso para ser una parte importante de quien hoy soy en este mundo.

Tal vez deberíamos prestar más atención a lo que decimos. Quizá tendríamos que empezar a ver a la palabra como la poderosa herramienta que es, tan capaz de construir cimientos como de ser usada como arma letal. Y por eso, tratar de aprender a usarla con más precisión, con más prudencia, con más cuidado.

Porque lo que hagamos en esta vida, seguramente resuene en la eternidad.

Pero lo que digamos también.

A menos que crean que todo lo que acabo de escribir no importa demasiado, porque al fin y al cabo,

todos mis párrafos no dejan de ser

tan sólo un montón de palabras…

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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.

El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.

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