MONÓLOGOS DE UN HOMBRE CUALQUIERA

09-07-2020

Ni por un minuto olvido

Ni por un minuto olvido

Una vez que has acarreado tu propia agua, conoces el valor que tiene cada gota.

El autor

Hay gente que vive porque el aire es gratis, decía mi abuela. Y es cierto, veo muchos seres humanos que si tuvieran que hacer algún esfuerzo para respirar hace rato que estarían tirados en la cola de algún banco o en la parada de colectivos.

Los mismos seres humanos que postean todo el tiempo cartelitos insistiendo en la necesidad de disfrutar el día, pero que sólo pueden hacerlo cuando ese día tiene alguna connotación de “especial”. Si no, no...

Y así, la enorme pila de días en los que se levantan y van a trabajar, transcurren sin pena ni gloria (hoy estoy a full con las cosas que decía mi abuela) para rematar con alguna cena en silencio, mirando la tele, un pis, lavada de dientes y a la cama.

Nada de lo que tienen vino dado. Todo costó alguna forma de esfuerzo. Desde la cafetera eléctrica, que se llevó el valor de algunas horas de trabajo, hasta la pareja que formaron, que supuso atravesar crisis, hacer concesiones, aprender a convivir.

Pero viven como si una mañana se hubiesen levantado y todo estuviera allí, esperándolos desde siempre.

Y por eso, se tragan el café, chocan los labios de su mujer y se suben al auto, ése que también apareció “por arte de magia” (y ya van tres frases de mi abuela) y se van a laburar sin prestar atención a nada.

Ya he contado alguna vez que “ayer”, cuando tenía once años, vivía en medio del campo en el Sur, en la vivienda adosada a la escuela rural en la cual mi madre era maestra de todos los grados, directora y portera.

La escuelita, emplazada a mitad de camino entre Trevelin y Río Grande (frontera con Chile) estaba a unos cuatrocientos metros de la ruta y carecía de todo aquello que llamamos “servicios”. No agua corriente, no luz eléctrica. Ni piensen en el gas.

La luz se resolvía con velas y faroles a querosene. Pero el agua y la calefacción dependían de ir buscarla a 150 metros a un arroyo la primera y de hachar leña la segunda.

Si bien hachar leña era una tarea difícil para un pibe que apenas superaba el alto del hacha y a pesar de que hacer eso en invierno, con los pies hundidos en la nieve y con 200 abrigos encima, podía ser una tarea compleja, ir a buscar agua era aun peor.

Durante el verano, caminaba los 150 metros de campo que nos separaban del arroyo, cargaba los dos bidones de 20 litros y comenzaba la faena de darme impulso con uno de ellos para ir trastabillando arrastrado por el bamboleo del peso que colgaba de mis brazos.

Pero en invierno, el arroyo crecía. No para bien precisamente. Porque el agua que ahora estaba más cerca de mi casa, no alcanzaba la profundidad suficiente en el borde como para poder hundir los bidones.

Botas de goma mediante, chapaleaba en el arroyo hasta llegar al lugar donde podía cargar el agua. Y ya no era posible volver a los tumbos porque el agua dificultaba el paso. Por eso en el invierno era a puro esfuerzo de brazos y piernas, sin ayuda de ningún tipo de inercia que pudiera provocar.

Los pies se enfriaban a tal punto que, una vez que descargaba los bidones, iba a alero (lugar donde se guarda la leña) a mantenerme cerca del fuego para ir recuperándome. Pero no demasiado cerca, o el costo sería lidiar con los sabañones que te salen cuando hacés esos cambios bruscos. Por lo que había que ponerse en un rincón, lejos del fuego, esperando que los pies se descongelaran un poco antes de poder acercarse al hogar para disfrutar del calor de los leños.

Cuando uno habla de “agua” es probable que piensen en “para tomar”. Pero no es así. El agua que acarreaba era usada también para cocinar, para bañarse en un tacho grande que poníamos en la cocina (porque ahí estaba la cocina a leña y era el lugar más cálido de la casa) y hasta para tirar en el inodoro después de cada vez que alguien iba al baño.

Hay algo que puedo asegurar: son muchos, realmente muchos, los litros de agua que hacen falta para todo eso. Y eran muchas, realmente muchas, las veces que había que ir y venir del arroyo cargando los bidones para poder abastecer todo eso.

Si hoy se descompusiera mi inodoro, seguramente cargaría un balde con agua hasta el tope y lo vaciaría de un saque. Pero en aquellos tiempos, tirábamos un chorrito cuando habíamos meado y medio balde en los casos en los que habíamos “ido de cuerpo” (cuarta frase de mi abuela). Porque era agua que había costado esfuerzo. No estaba la cosa para andar derrochándola.

Ni les cuento la bronca cuando ese medio balde no alcanzaba y había que tirar el resto para poder dejar limpio el inodoro. TODO un balde. Más de diez litros de agua. Medio bidón, la puta madre…

Son muchas las veces que sonrío cuando siento el olor del café que se hizo un rato antes de levantarme porque la cafetera es programable.

Son muchas las veces que antes de besar a mi mujer cuando iba a laburar, le sonreía previamente y la tomaba por las mejillas para darle ese beso.

Incontables son las veces que me acomodo en el auto y me quedo un instante disfrutando que puedo subir el volumen de la música desde el volante.

Me detengo muchas veces a disfrutar que puedo hacerme el tiempo para charlar con mis hijas, que estoy pescando en una época del año en que la mayoría está laburando, que tengo dos amigos de fierro, que el agua corre mientras me baño sin tener que preocuparme por dónde está el arroyo del que viene…

Son muchas, realmente muchas, las veces que “paro” un instante y sonrío. Y me lleno la panza con todo lo que tengo, desde lo más material por pequeño que sea, hasta lo más profundamente afectivo, que nunca es pequeño.

Nada de eso está dado de antemano. Por todo eso trabajé y aún trabajo. Todo lo acarreé desde el arroyo, lo cargué como pude y lo traje a mi vida.

Y porque jamás olvido cuánto pesó cada bidón es que hoy,

todos los días,

valoro y disfruto cada gota de la vida…

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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.

El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.

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