MONÓLOGOS DE UN HOMBRE CUALQUIERA

13-08-2021

Abismal soledad

Abismal soledad

Lo más aterrador es aceptarse a uno mismo por completo.

Carl Gustav Jung

Desde la lámpara amurada a la columna que divide la cocina del comedor, recostado plácidamente, el duende de felpa lo observaba a la distancia con cierto dejo de tristeza.

En el otro extremo del ambiente, el viejo reloj que había traído de la casa de su madre como parte de “la herencia” que ésta había dejado al fallecer, escupía un constante tic tac que resonaba a sus espaldas.

La estufa hacía inútiles esfuerzos por dar calidez al entorno que no lograba alcanzar la temperatura suficiente para despejar la incomodidad que sentía.

Desterrado por unos días de su escritorio, mientras el pintor contratado se ocupaba del living, se sentó al extremo de la mesa y sacudió el mouse para sacar a la laptop del letargo.

“Nadie, ni por un momento, quiere aceptar que se siente solo”, pensó después de leer en la web infinidad de posts en los que la gente se vanagloria de andar por este mundo en soledad e insiste en que es el mejor estado posible.

Y recordó aquella época de su infancia en la que volvía “a dedo” de hacer las compras en el pueblo y cuán desamparado se había sentido cada vez.

Vino a su memoria aquella noche en la isla del Delta, cuando la Sudestada lo había puesto a refugiarse en el deck de una cabaña, mientras el río no paraba de crecer.

Momentos de su vida en los que, más allá de estar solo en el plano físico, había sentido el profundo vacío de la orfandad. La gélida desazón que cala los huesos cuando se está desvalido, desprotegido, en total abandono a la propia suerte.

Algo que nada tiene que ver con la ausencia de compañía. Tal como había pasado muchos años atrás, cuando ante una situación familiar límite, su padre le había preguntado qué hacer en lugar de ser él quien tomara las riendas del problema.

Cuando cursaba la carrera de Psicología en la universidad, un compañero había escrito un ensayo en el cual Dios contaba cómo había creado a los seres humanos.

En ese relato Dios explicaba que, en el momento previo a dar vida a la humanidad, el silencio había tomado el total control de su existencia y la misma Nada lo había invadido. Y que había sido a partir de allí que tal Creación había sido posible.

Fue ese recuerdo el que lo llevó a pensar que tal vez se tratara de eso. De dejar que esa Nada misma se apoderada de él, en lugar de pretender llenar el vacío con falaces mantras de posts que, como la estufa del comedor, nunca lograrían darle la suficiente calidez como para estar cómodo con su vida.

Encendió un cigarrillo y se sirvió un café.

Dejó que su mirada se perdiera en un horizonte inexistente al tiempo que el tic tac del reloj se instalaba como el único sonido que marcaba el avance del atroz silencio.

Y el desierto de lo real se instaló en todo su esplendor.

Se sintió solo. Absolutamente solo. Desesperantemente solo.

El frío se hizo intenso, bordeando lo insoportable, mientras la boca de su estómago se angostaba ante la presión de la infinita angustia que lo embargaba y alguna lágrima buscaba el piso como destino final.

Lejos de querer evitar el dolor, se dejó caer al vacío sin miedo. Y vagó mentalmente sin rumbo alguno.

El vacío tiene esa magnífica virtud, aquella que le había permitido a Dios crear el mundo. Porque el vacío deja espacio. Mucho espacio. Lugar de sobra para que la vida estalle.

Fue así que, allá en el fondo que en algún momento sintió que no existía pero que todos dicen que hay que tocar, se encontró con sus hijas, con sus amigos, con esa mujer. Allá, en lo más profundo de esa nada, estaban sus recuerdos, su presente, sus proyectos.

Fue allá, en los confines de la Nada misma, donde se encontró con él.

Y recién en el instante en el que aceptó cuán solo se sentía fue cuando un geiser de emociones lo sacó del pozo y lo empujó de vuelta a la vida.

Ya no escuchaba el tic tac del viejo reloj. En su lugar una ignota melodía sostenía los rayos de luz que se colaban por las ventanas del comedor, resaltando el color de los ladrillos de la pared sobre la cual tenía apoyado su hombro.

Volvió del abismo en que se había sumergido por un rato y se encontró tan solo como cuando se había sentado a escribir.

Recuperó la mirada perdida y levantó la vista.

Y se encontró con aquél duende de felpa recostado sobre el brazo de la lámpara, pero que ahora,

en casi mística complicidad,

sonreía con él…

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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.

El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.

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